Otro ladrillo en el muro…

 

Se nos educa en la creencia de que somos libres. Se nos dice hasta la saciedad que somos capaces de decidir nuestro porvenir y nuestras acciones. Se nos inculca, y no sin intención, la ilusión de independencia de todo cuanto nos rodea.
Desde el momento de la concepción somos seres vulnerables y dependientes del sustento de nuestros progenitores. Nacemos sin la conciencia de individualidad suficiente para la tan promulgada libertad y cuando comenzamos a adquirirla y con ella el egoísmo, se nos introduce en el sistema educativo con otros semejantes en semejante situación.
Es entonces cuando experimentamos nuestro primer contacto con la jerarquía social personificada en la figura del profesor. Se nos ha introducido en la sociedad, ese organigrama que en teoría nos diferencia de los animales y que no hace otra cosa que repartir los roles entre pastores y ovejas.
Llega un momento en que se supone sabemos pensar por nosotros mismos y somos realmente libres. Entonces pasamos a la edad adulta, en la que debemos seguir formando parte del juego de jerarquías para sentirnos socialmente adaptados y llevar una vida conforme a las leyes y las normas.
¿Qué hay de la deseada, apreciada, exaltada libertad? ¿Qué hay de eso que se nos enseña es la superioridad del ser humano frente al resto de seres vivos? Poco queda, desgraciadamente.
Conscientes o no de nuestra dependencia absoluta de los demás y de las normas dictadas, tan sólo nos quedan las Artes. Las Artes y, por supuesto, los periodos de sueño en los que verdaderamente nuestra inconsciencia nos hace totalmente libres. La mente necesita, pues, esos periodos de libertad.
Así, escritores, músicos, pintores, arquitectos, escultores y todos aquellos capaces de expresarse creando pueden sentirse libres y así mismo aquellos que se sumergen en sus obras y se atreven a ir más allá de aquello escrito, compuesto, pintado, construido o esculpido, pueden alcanzar ese estado en que se puede «sentir la libertad» y evadirse de la realidad.
Pero ¿desea realmente el ser humano ser libre por completo? ¿sabría vivir en completa independencia del resto? ¿podría vivir sin más normas que las de la libertad individual? ¿es realmente la educación que recibimos la que nos conduce a la felicidad? ¿somos esclavos o verdugos de los deseos de los demás?
Arquetipos, estereotipos, normas, jerarquías, leyes, dogmas, doctrinas, religiones, prejuicios, valores… Emociones, sensaciones, odios, amores, relaciones sociales, miedos, felicidad… Son las piezas que se nos dan para construir el puzzle de nuestras vidas, al final de las cuales quizás lleguemos con más espacios vacíos que llenos. Donde quizás se nos enseña a huir de la muerte, a esquivarla, a retrasarla, a temerla… quizás ese sea el único momento en el que el hombre se sienta verdaderamente libre de todo.
Pero lo legítimo es decidir vivir (tampoco en todos los países es legítimo decidir sobre el final de la vida de uno mismo) y tratar de ser feliz formando piezas de este entramado, siendo un ladrillo más en este muro.

El señor Gray…

El señor Gray nació de un parto sin complicaciones, sano y con una esperanzadora vida por delante. Pasó los primeros años de la misma como cualquier otro niño, sin preocupaciones de importancia y jugando a vivir bajo la protección de sus padres.
Sin embargo, todo dejó de ser apacible el día en que comenzaron los sueños. La primera vez que tuvo la visión en ellos se levantó empapado en sudor y con los ojos desorbitados buscando la realidad en torno de su cama.
Para ser exactos no se trataba de un sueño que se repitiera. Era más bien una señal que se repetía en los más variados escenarios y situaciones. Un sueño podía transcurrir apaciblemente en la más serena escena cuando la señal aparecía. Entonces se convertía en una angustiosa pesadilla que lo hacía despertar repentinamente sumido en la más profunda angustia.
La señal era simple y concisa y se presentaba de las más variadas formas: un calendario con una fecha rodeada con furia en negro, un periódico que mostraba un día con una fatídica noticia de la que él era protagonista o un reloj que permanecía eternamente parado a una hora de un día concreto.
Siempre se repetía la misma hora y la misma fecha: el miércoles 11 de noviembre de 2020. Al principio no quiso dar mayor importancia a sus visiones, porque se presentaban de manera esporádica y porque no era hombre de supersticiones.
Pero hubo un momento en que la señal se presentaba todas las noches, sin excepción. Entonces el sueño empezó a adentrarse dentro de su vigilia y a obsesionarlo de tal forma que se encerró en su mundo de pesadilla.
Dejó de lado a su familia y a sus amigos y salía de casa tan sólo para ir a su trabajo. No soportaba ver relojes y calendarios por todas partes. Relojes que marcaban una macabra cuenta atrás y calendarios que tachaban los días que quedaban hasta la Fecha.
Llegado su quincuagésimo cumpleaños (a alrededor de cinco años del Día) decidió dejar de trabajar y dedicar sus esfuerzos a evitar cualquier riesgo para su vida tratando de alargar el momento señalado.
Protegió todas las esquinas del mobiliario de su casa, comía alimentos envasados que hacía traerse del supermercado, pedía al portero que le bajara la basura e insonorizó las ventanas y las paredes de casa, para no oír los lejados tañidos de la campana de la Plaza del Ayuntamiento. Se aisló, de este modo, de todo contacto con el amenazante mundo que todo lo rodeaba.
El único reloj que dejó en casa era un cronómetro que empleaba para controlar su tiempo de sueño. Cada hora, el reloj lo despertaba, y así trataba de no llegar a soñar o a salir de sus sueños lo antes posible.
Así transcurrieron unos años en los que (como él pretendía) perdió la noción del día en que se encontraba. Había cerrado con espesas cortinas las ventanas para perder incluso la percepción de los días y las noches. Años en los que trató de evitar la fecha de sus sueños.
Sólo tenía un libro en casa y lo leía una y otra vez. Contaba la historia de un hombre que buscaba un objetivo, tenía una vida y que, como el resto de la gente, desconocía la hora de su muerte. Sabía cada pasaje de memoria, cada palabra, cada párrafo. De este modo evadía su mente del pensamiento obsesivo del transcurso del tiempo.
Un día estaba leyendo su libro cuando sintió una punzada en el pecho. De repente supo que la fecha había llegado. Notó como se paralizaba una mitad de su cuerpo y como la sangre caliente acudía a su boca. Su corazón, como si tuviera un preciso mecanismo de cuenta atrás, había decidido explotar dentro de él.
Pasaron apenas unas horas hasta que el portero subió a casa del señor Gray. Al no contestar a su llamada ni oír ruídos en la casa llamó inmediatamente a la policía.
Al entrar lo encontraron en su sofá con el libro sobre el pecho. El médico forense tan sólo pudo certificar su muerte.
Sobrecogidos por la atmósfera claustrofóbica, siniestra y aséptica de la vivienda, sacaron el cuerpo y le dieron sepultura al día siguiente ante unos escasos familiares que apenas recordaban cómo era físicamente.
Durante el funeral, algunos comentaron la locura del señor Gray y se lamentaban de no haber puesto más medios para evitar aquella desgracida muerte en la más absoluta soledad y aislamiento autoimpuesto.
Al acabar la ceremonia cada cual acudió a su coche para dirigirse a sus casas. A vivir unas vidas sin fecha de caducidad impresa, a disfrutar cada amanecer y cada noche de estrellas, cada cumpleaños y cada entrada de año.
Uno de ellos llevaba ese día un periódico en el asiento del acompañante. En el encabezado de la página rezaba una fecha: 15 de noviembre de 2.035. Su hija de quince años (cumplidos hacía cuatro escasos días) jamás pudo conocer a su tío, el Señor Gray.

Caminos…

Transcurría impasible la vida con espesa lentitud en una espera que se eternizaba hasta el punto de detener el tiempo. Los días, las semanas, los meses y los años se sucedían sin continuidad y con la desalentadora sensación de no haber llegado a ninguna parte.
Se afanaba en recomponer un puzzle que diera sentido a su existencia, un puzzle que parecía disperso desde el mismo momento en que nació. Sabía perfectamente que buscaba algo, pero ese algo era una idea indefinida en su cabeza, carente de forma y significado (al menos de momento).
Tenía la impresión de encontrarse estancado en los acordes iniciales de una canción incompleta, con magnitud de sinfonía monumental, pero que no sabía dar más de dos pasos. Sería necesario saber hacia dónde darlos y eso, de momento, escapaba a su voluntad.
De este modo no vivía su propia vida, sino que dejaba que sus pasos lo fueran llevando de un sitio a otro. El viento frío de los caminos sin salida lo hacía encogerse en su interior y retroceder volviendo quizás al punto de partida o tal vez a unos metros por delante del inicio.
Casi siempre envidiaba a aquellos que parecen tener escritos cada uno de sus pasos, que se mueven por objetivos y alcanzan metas. Él no podia hacer otra cosa que observar y esperar a que su Verdad le encontrara quién sabe en qué lugar ni en qué tiempo.
Era inevitable pensar en que se encontraba en el sitio equivocado, o quizás en una época errónea donde cada cuál tenía su sitio excepto él. Todo tenía sentido en un instante, pero al siguiente todo se descomponía en un desalentador estallido de abatimiento.
Sin embargo desconocía que el verdadero sentido de la vida estaba tan sólo al alcance de aquellos que, como él, no persiguen ni buscan, sino que simplemente encuentran. Él formaba parte del grupo de personas sensibles a algo más de lo que alcanzan sus ojos, aquellos a quienes no asusta lo desconocido.
Formaba parte de aquellos que ven el sentido de unas palabras inconexas donde los demás tan sólo ven trazos. De aquellos capaces de emocionarse con una canción y escucharla cientos de veces sin aborrecerla. De aquellos a cuya mano en silencio acuden pinceladas de la más absoluta belleza. Formaba parte de aquellos que, al fin y al cabo, se dan cuenta que seguir un camino no tiene más sentido que el andarlo, de que cada cual ha de trazar su camino con lo hermoso y poniendo en cada paso el amor de una canción, de un poema, de un cuadro. Al fin y al cabo si no se ama es cuando verdaderamente la vida y la búsqueda pierden por completo su sentido.

Telebasura y crisis…

Transcribo un mail que he recibido y cuya iniciativa creo que merece más que la pena:

Dijo John Lennon: «¿Te imaginas que se declarara una guerra y no fuera
nadie?». Y después, a finales de 1969, con los Estados Unidos metidos hasta
las tripas en el asunto de Vietnam, realizó una campaña basada en anuncios
en periódicos y carteles en vallas publicitarias en donde se leía «La guerra
ha terminado (si tu quieres)». ¿Os imagináis, queridos lectores de «625
ranas», que Telecinco pagara 300.000 euros a Julián Muñoz por una o dos
entrevistas y no las viera nadie? ¿No nos damos cuenta de que la telebasura
ha terminado (si nosotros queremos)?

Podemos hacerlo, estoy convencido. Sé que muchos pensaréis que es imposible,
que por supuesto que vosotros no vais a ver la vileza de programa que Ana
Rosa Quintana tiene pensado perpetrar con el ex-alcalde de Marbella pero que
no hay forma de impedir que ese programa sea un bombazo de audiencia que
llene de escombros todas las cadenas que se encuentran en un radio de dos o
tres botones del mando a distancia. Y sin embargo estoy convencido de que
podemos conseguir que ese programa fracase estrepitosamente. Será la euforia
de estos días, será el subidón de saber que vivimos fechas que figurarán en
los libros de texto, pero me resisto a creer que a la audiencia televisiva,
absolutamente harta de que la tomen por imbécil, no le apetezca pasar a la
Historia el próximo fin de semana.

No será fácil, pero podremos si lo intentamos entre todos, si divulgamos
esta idea en blogs, entre los amigos, en el trabajo, en los foros que
frecuentamos. Se trata de convertir el retorno de Julián Muñoz en un símbolo
de lo que nos tiene asqueados, de empezar a ser espectadores activos y no
limitarnos a ver obedientemente lo que nos mandan, de protagonizar por fin
los titulares de los periódicos. Hay que ir de puerta en puerta, enviarlo en
SMSs, comentarlo en las aulas y los supermercados. «No veas la entrevista a
Julián Muñoz». Así de sencillo.
La guerra ha terminado (si queremos). Podemos hacerlo. Estoy convencido.
Sí, podemos.

Con la crisis están echando a la gente a la calle, no hay curro y
resulta que van a pagar a un ladrón !!!!!50 millones de pesetas!!!!! por
decir babayadas por la tele; VERGONZOSO!!!!
En serio teneis que remitir este mensaje para que llegue lo más lejos
posible. Ya esta bienr.
Lo mejor es encender la tele y poner otro canal que no sea tele 5 para que
contabilizen los indices de audiencia y aumenten los de otras cadenas en
detrimento de los de telecinco.

Un saludo a tod@s