La entrevista

Aquel despacho vetusto, pasado de moda, era tan pequeño que apenas cabíamos los dos. Tanto que no hubiera podido entrar en él un candidato con nombre compuesto. O más corpulento que yo. Diminutos los cajones y los monitores. Allí uno parecía un Gulliver del mercado de trabajo, chocando con esquinas y tableros, pisando cables. Era pequeño y no tenía ventanas. Bien, tenía dos, pero era imposible el poder abrirlas. Sellados como en una pecera. Entré con el ligero temblor en las manos que acostumbra a acompañarme y ese tartamudeo leve que me delata. La entrevistadora -Natalia de nombre- era dulce y educada y hacía que derramar sobre aquella mesa plagada de grietas mis vergüenzas laborales no fuera tan dramático.

Rompió el hielo de manera profesional. Ella acostumbrada a tener delante a tipos como yo y yo familiarizado con los fracasos en el ámbito de las relaciones humanas. Se presentó (ya dijimos que se llamaba Natalia) y, con voz de flauta travesera, me explicó las condiciones del puesto. Esto habrías de hacer, cobrarías tanto, estos son los horarios. Tenía un tic en uno de los ojos que, disimulado tras las gafas, acompañaba a cada una de sus sonrisas. Era sin lugar a dudas una mujer muy atractiva y quizás en eso consistía su atractivo: no era consciente de ello.

Avanzamos en la entrevista y por allí entraban y salían personas que yo, en mi ignorancia, no sabía identificar como entrevistadores o como candidatos. Llegaban, se sentaban, firmaban papeles, se levantaban, salían, volvían a entrar, firmaban más papeles. Y yo allí en medio, sentado en esa silla verde con algún que otro manchurrón de quién sabe qué culos. Clavándome en los muslos el asiento, sudando la gota gorda como un mero principiante.

Natalia, con gesto experto, me acercó unos papeles que yo firmé viendo apenas borrones en los párrafos legales. Condiciones y cláusulas, cosas por el estilo. Podría haber firmado el peor trabajo de la historia de la humanidad con tal de alargar unos minutos la conversación con ella. En esos momentos me estaba contando un poco más de la empresa, la cosa parecía que avanzaba a mi favor. Daba la impresión de que iba a ser contratado. Sellé aquel papel reciclado con la mejor de mis rúbricas. Natalia se quedó mirándome a través de las gafas que nos separaban apenas un metro y me plantó dos besos que a mí me supieron a matrimonio. «Te llamaremos».

Esto fue hace dos semanas. La última vez que la vi. Hoy he llamado a ese mismo despacho y he hablado con un hombre que sí, sonriendo al teléfono, que sí, muy amable, me ha dado largas. Hubiera mirado debajo de las mesas y detrás de los archivadores pero no hubiese encontrado rastro de ella. He hecho llamadas y mandado mensajes pero no he encontrado respuesta. La misma estancia se ha ido haciendo diminuta en mi mente y he tenido que agacharme y encogerme para poder salir de ella en mi cabeza. El hombre me hablaba pero yo tan solo escuchaba un blablabla. He vuelto a firmar papeles imaginarios sin leerlos, he vuelto a echarla de menos. La busqué por todas partes, incluso dentro de mí mismo, pero el hombre me dijo, extrañado, que allí jamás había trabajado nadie con ese nombre.

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Pareidolias

Desde el cielo la superficie de la Tierra verdeaba y oscurecía en una sinfonía de colores que creaban en el espectador un cosquilleo leve en el estómago. Mateo se negaba a soltar, al menos de momento, el fino hilo de costura que lo unía al globo que lo había elevado hasta el borde de las nubes. Unas nubes que no tenían ningún sabor conocido, pero que le traían reminiscencias de las pareidolias infantiles que tanto le divertían. Entonces su padre, aún vivo, lo tumbaba sobre su pecho y ambos jugaban a ver en ellas objetos y criaturas fantásticas que hacían que Mateo riera y se sintiera querido, a partes iguales.

Cúmulus, altrostatus, cirrustratus. Palabras que invocaban con su magia la mente de niño que aún habitaba en él. Siguió subiendo arrastrado por el gas que permanecía aún caliente en el artefacto y miró hacia arriba, donde la atmósfera comenzaba a oscurecerse. Cuando sintió que se encontraba a la misma distancia del suelo que del cielo, abrió su mano y el hilo se desprendió con dulzura de él. Comenzó a precipitarse hacia campos de olivos, caminos y carreteras. A una velocidad constante, casi con dulzura, con la certeza de que algo o alguien acudiría a elevarlo de nuevo. Paradójicamente vivo mientras más se aproximaba su muerte.

Cuando se estrelló contra la superficie del mar, Mateo se dio cuenta de su error: nadie aquí abajo iba ya a sostenerlo ni a elevarlo entre sus brazos. Nadie le leería cuentos de miedo ni le abrazaría cuando este fuera demasiado intenso. Nadie defendería las afrentas de los demás niños con la decisión de un padre. Mateo se hundió en el Mediterráneo y no quiso ya salir a la superficie. A través del agua atravesaban los rayos del último sol de la tarde. Cerró los ojos y se reunió con él, al fin. Comenzó a chispear y sobre el agua cayeron las primeras lágrimas del cielo; las gotas dibujaban círculos concéntricos y figuras geométricas. En el cielo una de las nubes, desde donde estaba rodeado de líquido en apariencia azulado, le pareció un rostro conocido que sonreía. Un rostro familiar y Mateo pudo definitivamente cerrar los párpados trágicos y salados.

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El grillo (Veranos de Andalucía)

Hasta el jardín de casa ha llegado un grillo. Su canto adorna mis noches y a mi cabeza vienen, en las madrugadas de insomnio, los veranos en la calle de la Fuente de aquel remoto Benaoján. Y la ermita de la Virgen de la Escarihuela, tan blanca, como blanco Montejaque: el silbido de la retama a finales de agosto y nosotros, algo taciturnos, sabiendo que la marcha estaba cercana.

Anita Sánchez al fresco con su mandil estampado y las sillas con los asientos de mimbre alrededor. Los hombres, entre ellos mi abuelo, tostados por el sol impío de la Serranía de Ronda. Bandoleros agazapados entre las rocas de la misma, leyendas de caballos y trabucos, de mujeres de mala vida y franceses despistados. Los niños juegan hasta tarde al escondite, a la comba, a besos los más mayores. Hasta los labios de los quince o dieciséis llega el maldito tabaco, los primeros cigarrillos de algo que esconder. Ese mismo tabaco que acabará arrancando la vida de alguno de ellos.

Las noches de final de verano y el canto de las chicharras, la fragancia delicada y algo dulzona del jazmín. El señor José llega por el Tajo y los más pequeños lo rodeamos sabedores de las risas e historias que alberga. Y él, para complacernos, saca el acordeón al fresco y toca algo que me suena familiar de tantos y tan pocos veranos al mismo tiempo. Con fallos en sus dedos, uno de ellos sesgado por el accidente en la carpintería.

El grillo de mi jardín tiene acento de Lorca, casa encalada, campos interminables y amarillos. Ojalá no se marchen nunca de mi memoria los veranos en el sur, el griterío, la algarabía, mi mano bajo tu falda. Es el final de agosto mi abuela Catalina en el balcón despidiendo entre lágrimas el coche atestado con nosotros dentro. Y mi madre llorando en silencio.

Se marcha mi infancia por la curva del Ventorrillo y en el pulcro y pequeño cementerio donde van quedando aquellos que por no querer quieren permanecer por todo el tiempo y el tiempo de sus hijos en esta tierra de olivos. Suena algo de Antonio Molina y Andalucía, desde lejos, me acoge y me abraza sin reproches.

Fotografía: Miriam Sánchez Naranjo

Septiembre

Van agotándose las tardes de agosto, en lamentos de soles más ligeros, de años sin agua y nubes yermas. Los tonos anaranjados anuncian el olvido de las paredes de mi casa, testigos mudos de las frases de amor que ya a nadie escribo. En una sinfonía articulada con historias prestadas que no me atreveré a compartir. De pisos altos y pastillas y coches con las ventanillas bajadas a pesar de que comienza a llover. El cigarro se consume lentamente sin que nadie chupe su veneno en el cenicero que descansa sobre la mesa metálica de la terraza del bar. El bar de todos los días, de todos los meses y todos los años. El perro que ladra cuando su amo vuelve de trabajar a la misma hora, la mujer emperifollada que cruza la calle empujando un carro de la compra con mugre y más de treinta años de sostener botes y envases de plástico. Yo calculo el tiempo que hace que no nos escribimos, que no te quito las gafas y te beso o que no te espero a la salida de la fábrica para ver tu pelo lacio, tu piel repleta de pecas y ese cuello que antes moría por morder. Calculo el tiempo que me queda de vida y lo hago en meses, porque tanto año me da pereza si es sin ti. Me consuelo delante de mi portátil, tecleando frases que desecho, que reescribo y vuelvo a desechar. Pensando que eres tú y no un monitor el que tengo delante. Y no, no sé escribir de otra cosa que no sea de desamores, de aquel viaje a Asturias del que volvimos verdes y de la mano. Ahora el café se enfría, el perro ha dejado de ladrar y la mujer del carro de la compra regresa a casa más despacio si cabe. Ahora quisiera oír tu voz cascada por el tabaco decirme, qué se yo, la lista de la compra. La última aún se agita como el rabo de una lagartija en la puerta del frigorífico. Septiembre impredecible y caprichoso aparece sin avisar, como lo nuestro, por el horizonte y tú te has ido y, cruel, te has dejado tus cosas en el baño que me recuerdan cada mañana que ya no habrá más perfume, más tampones, ni más coleteros. Ahora he dejado de ver tu imagen y lo nuestro se marcha como la colilla sobre el reguero en el bordillo de Cirilo Amorós. Boca arriba sobre el sofá, escuchando cualquier cosa en Spotify, me viene el sopor y la desgana, la flojera desalmada que se lleva tu recuerdo. De la calle entra en casa el sol, ha dejado de llover. Los niños juegan, gritan y se atropellan en el parque de detrás del edificio. Hay un gato durmiendo en mi cama, sobre una colcha llena de pelos. Septiembre, mes de cambios, tu silencio ya no me araña y hay algo de dulzura en la luz que me invade y que me empuja a abrir los ojos y superar, lleno de nuevo de vida, mis miedos.

Imagen de Claudia en Pixabay