En ese eterno día de agosto

Pisaba el césped con los pies descalzos y las plantas de sus pies se convertían en un mapa de carreteras de cosquillas. Esperaba el autobús con un libro de imágenes en su regazo, haciendo como que leía, con sus gafas de estudiante, más grandes que su cara. Corría por el mero placer de notar el viento en el rostro. A veces, daba vueltas y más vueltas hasta que caía vencida por el mareo y la risa, otra vez más, otra vez más. Esperaba con impaciencia en la cola del cine, viendo un cartel enorme con su personaje favorito. De la mano de mamá. En brazos de papá, en ocasiones, a sus hombros, gigante ella y él eterno. Vivía un perpetuo día de agosto, lejos de las últimas páginas de sus libros favoritos, sin temor a que nada acabara. Saltaba y rodaba por colinas de flores y caía y caía, rodeada de un aroma de polen y verano. Descubría, exploraba, no temía, se sorprendía. Y yo la observaba desde la ventana de casa que da al jardín y ella, desde alguna parte gritaba entre risas: ¡papá, mírame! y ¡papá, mira!

El Rey de un solo ojo

Al Rey de un solo ojo le gustaba que dijeran su nombre en letras mayúsculas. En los papeles que firmaba siempre parecía que alzaba la voz, altivo, sobre el resto de los párrafos. La primera orden que dio al ser coronado fue la de prohibir que nadie se dirigiera a él por su lado derecho -aquel del ojo sumido en la oscuridad- y obligó a los ciudadanos del reino (so pena de castigo físico) a evitar palabras como «tuerto», «bizco» o «ciego». Trataba así de compensar su lado débil con el otro poderoso que le otorgaba su apellido. Su ojo izquierdo, el que todo lo veía, se aburría sobremanera sin poder contarle a nadie las bellezas que le rodeaban y el derecho, callado y tímido, adormecía tras el parche de terciopelo y piedras preciosas. Así fue envejeciendo el Rey de un solo ojo, impar, asimétrico, doblegado por su defecto. Así creció en él la desconfianza y el miedo a la burla, la amargura y la tristeza. Hasta que Helena, que apenas tenía cinco años y nada sabía de complejos monárquicos, advirtió con extrañeza que de debajo de la tela que cubría el ojo ciego rodaba una lágrima idéntica a la del ojo izquierdo y le preguntó al Rey: «¿Qué guardáis en vuestro rostro?». El Rey, paralizado y embelesado por la sinceridad de la niña contestó con aire melancólico: «Escondo el horror de ser diferente». La niña abrazó a su padre y éste, en un gesto lento y suave, retiró para siempre el parche que ocultaba un hermoso ojo azulado.

La niña y la luna

Desde mi ventana, algo dormida y con olor a tinta y a papel, veo a la niña que lee. Y tiene la luna en sus ojos, que son curiosos, y teje con sus agujas versos que riman con mi noche. A veces me quedo dormido mirándola y sueño que la llevo de la mano por caminos de plata que sólo nosotros conocemos. Ella duerme y se cae dentro de mis historias, alcanzada por lágrimas de tragedia, carcajadas de comedia, aplausos cegados por el contraluz de los focos. Desde mi ventana veo su perro que agita su cola con dulzura y que la mira desde muy dentro, cristal y respiraciones tibias. Y quisiera saltar por ella y volar hasta su habitación, decirle que su risa rebota en tantas estrellas, que llega hasta mí y que mis dedos también ríen cuando escriben que ella es feliz. La niña lee y tiene la luna en sus ojos y los ojos azules de mi gato la esperan para jugar con ella. Desde mi ventana la veo, duerme, y allí arriba alguien protege sus sueños.