Entre algodones

Se balancea al compás del aire, sin pensar en nada. Se deja arropar por esos momentos en que su voz es tibia y cercana y se aferra a ella con los ojos cerrados. Se deja contar historias que a veces le asustan y otras veces le hacen llorar pero siempre, fascinado, vuelve a pedir un poco más, porque siempre acaba ganando el bueno. No le importa ser nadie, es agradable sentirse tan pequeño y que nadie repare en su presencia. Mejor así, se dice, a veces es mejor que las cosas pasen por delante de uno sin pararse.

Pero hoy necesitaba más que nunca sus abrazos, esos en los que uno se pierde y se protege de la lluvia, esos que huelen un poco a colonia y un poco a lejía y que le diga que no pasa nada, que todo se arreglará. Necesita quedarse dormido sabiendo que ella está a su lado, por si a media noche una pesadilla lo arranca de un salto entre las sábanas. Necesita tener alguien que lo arrulle antes de quedarse dormido y que le susurre buenos días por la mañana, alguien que cuide de su noche y así, entre los algodones de su infancia renovada, dormir sueños de juegos y poemas. Porque, cuando suena de su boca, las cosas realmente se acaban arreglando.

Nubes de juguete

Tras su curiosidad infantil, improvisada, se palpaba el rocío de las órdenes desobedecidas. Se manchaba la ropa una y otra vez sin miedo al enfado de nadie, dejando siempre bien a la vista su sonrisa de gato encaramado a un árbol, ese que ni siquiera sabe cómo bajará después pero prefiere no pensarlo demasiado. Podría dejarse caer por una pendiente de hierba una y otra vez durante toda una tarde sin pensar en otra cosa, sin hacer nada más. Y qué más daba todo si, cuando caía agotada boca arriba en la tierra tibia de la tarde, las nubes dibujaban para ella rastros de juguetes de algodón.

Siempre encontraba una madriguera por la que lanzarse, algo que empezar, algo que descubrir, una puerta entreabierta que la incitaba a mirar hacia el otro lado. ¿Acaso alguien se atrevería a mandarla a dormir? Es soñando cuando todo se tinta de realidad, donde las caras encuentran su nombre y los nombres encuentran quién los escuche. Pero déjala que se desvanezca poco a poco cada vez que te despiertas, déjala resbalar con sus risas y su melena ondulada. O acércate si quieres formar parte del juego, quizás obsérvala desde lejos y no podrás evitar pensar en ella el resto de tu vida.

El contador de sueños

No tenía ni una historia más que contarle para que se durmiera, de modo que cogió el libro de páginas blancas de la mesita de noche y se dispuso a derramar sus disfraces en otra parte, para eso le pagaban. Ni siquiera se entretuvo en apagar la luz, estaba tan hermosa dormida con la boca ligeramente entreabierta que daba algo de lástima dejarla en la penumbra. Las cortinas parecían cobrar vida propia a través de las ventanas y en la oscuridad de la calle un charco reflejaba la luz de una farola perezosa. Cogió el sobre que había sobre la cómoda y salió sigilosamente por la ventana.

Vivía esquivando la realidad en el refugio de las palabras que él mismo inventaba para que otros recuperaran la capacidad de soñar. En ocasiones, como ahora, lo lograba y entonces se sentía grande y lleno de vida. Otras, las más de las veces, sus historias quedaban en un simple anestésico momentáneo de la realidad que les ayudaba a conciliar el sueño. No se sentía mal por poner precio a sus fábulas oníricas y ellos se dejaban acariciar por la seda de sus palabras entrelazadas de manera precisa y delicada.

Esa noche llovía y, al salir por la ventana de la habitación de Almudena, el frío sin estrenar de noviembre le azotó sin piedad la cara. Bajo el brazo el libro que tenía que llenar cada noche con aquellos cuentos que con tanta facilidad surgían de su imaginación. Llegó al suelo deslizándose por el árbol junto a la casa y se quedó mirando unos instantes hacia la ventana iluminada de la habitación de la muchacha. Se acercó a la puerta de la casa y deslizó por debajo el sobre con los últimos billetes que Almudena había pagado por soñar que jugaba con su padre. Este sueño no podía cobrárselo, con ella haría una excepción. No había más historias que contarle para que se durmiera, el libro se llenaría mañana de otros sueños para otros párpados cerrados. Ahora le tocaba a él dormir, pero su noche estaría de nuevo vacía de historias, porque un día quedaron atrapadas en un libro.