El frío

El centro comercial desierto es testigo de nuestra última cita. Hay un cine al final de un corredor flanqueado por dos escaleras mecánicas. Que no transportan a nadie ya y que, como nosotros dos, no llevan a ninguna parte. Rozo tus dedos con mis dedos y tú apartas la mano. Sonríes. Aborto cualquier intento de besarte. En la sala apenas somos quince personas y la película es peor aún que la asistencia. Todo adornado con una sonrisa casi líquida. Miras tu teléfono móvil con asiduidad, yo comienzo a sentir la impaciencia que suele invadirme cuando no consigo lo que me propongo. Cuando salgamos ya será de noche pero no nos quedarán fuerzas ni ganas de ir juntos a ningún sitio. Nos despedimos en el aparcamiento y ambos sabemos que hay algo roto definitivamente entre nosotros. Se nos acabó la imaginación, la complicidad, las veladas cenando cualquier cosa. A la mañana siguiente, solo en casa, desayunaré con una agenda en la mano, llena de nombres vacíos que no responden a mis preguntas, que no son el tuyo. Y querré cerrar los círculos que abrimos un día con aquellos abrazos como reflejos imposibles de evitar. Aquellas tardes en que no existía nada más que nuestros cuerpos y una conversación infinita. Pero hace siglos de eso y yo, con algo de resignación disimulada, ya no siento el frío que derramaron tus palabras sobre el cristal de mis gafas.

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Marcapáginas

Cada vez que alguien me dice que va a hacer un viaje a otro país le pido una cosa: que me traiga un marcapáginas. De este modo tengo, mientras leo en cualquier parte, la sensación de que estoy lejos de mi casa, acompañado de mis historias y del aroma de otros lugares. La mayoría de ellos, de los marcapáginas, acaban varados dentro del papel y tinta y, así, tengo la sensación de que he olvidado algún sitio que he visitado mientras leía a Kawabata o a Baricco. Tengo la certeza de que alguien de aquí a unos años podrá conocerme por las páginas en las que se quedó congelada mi lectura. Canciones, Reflejos, Islas, Soledades. Algo de ella que marcó un inicio y que tiene aires de poema inspirado en un mensaje en la mañana. Londres, Tijuana, Nueva York, Florencia. Y una excusa, un argumento, un viento que viene y me sorprende leyendo.

Nombres, latidos, besos

Aquí anda, despacio y mandándome sus monosílabos, mi corazón. Me habla en voz baja y tengo que pegar mi oído al pecho para recordar que sigue caminando. Y ahí está, cumpliendo mañanas y atardeceres dentro de mí. Yo, ingrato, apenas le presto atención y él bombea con ansia la sangre que a veces me late en las sienes. Hoy me dice cosas de ella, que se aleja y se acerca, pero yo sigo vivo. A pesar de todo, hoy algo tira de las comisuras de mi boca hacia el cielo y así, sin apenas proponérmelo, ahora puedes ver cómo sonrío mientras te derramo este montón de palabras en tu ventana. A pesar de que su corazón, tan parecido al mío, latirá esta noche lejos de mis manos y de que ya una ola se llevó la tristeza que yo había pintado en la orilla de mi playa (ya ando un poco cansado de escribir en ella sus nombres). Aunque la imagine riendo cuando la veo despierta a horas en que yo ya debería andar dormido. Entonces mi corazón, alegre, me recuerda que hoy la casa huele a ropa limpia, que mañana alguien me sonreirá cuando me tropiece con él, torpe y contento, y que yo, esta noche sin luna, apenas me siento solo, porque él late rojo y pausado en ese espacio en el que me empeño en dejar desordenados nombres, latidos y besos.