Me dijeron que

Llegaron a mi oído y me dijeron que. Las dudas, la inseguridad, el vacío. Llenado por algunos interrogantes, con algunas cenas rápidas, con algunos. Era un teléfono que no sonaba, un mensaje que no llegaba, un correo deseado. Y ellos atronando la casa con voces que. Al llegar han arrasado mi castillo y me despierto de madrugada y. Que nadie me entienda, por favor, que nadie se sienta aludido. Todo es silencio o un acúfeno persistente de villancico machacón. Vinieron a ilusionarme y no sé si se marcharon, no sé si. Y mi gato duerme ajeno a todo. Llegaron. Llegaron y me dijeron que.

Dicen que te extraño

Dicen que nos escuchamos a nosotros mismos, que mantenemos un diálogo continuo, que nuestra mente jamás descansa. Dicen que el silencio nos asusta, que huimos de él. Que la soledad nos aterra, la oscuridad nos paraliza, la inmensidad nos sobrecoge y lo desconocido nos intimida. Me dijeron una vez que no abriera esa puerta, que no arrastrara los pies, que no preguntara. Pero los vi caer de los más altos pedestales, palabras podridas que salían de sus enmohecidas bocas. Dicen que huimos de la muerte desde el mismo instante en que nacemos y que en el momento en que morimos una vaharada de paz se nos lleva. Veo insectos chocar con la luz, ropa tendida que trata de escapar de las cuerdas que la atrapan, veo flores que nacen y mueren en la cautividad de una maceta. Y pienso. Me pierdo en el laberinto que yo mismo he construido y la incertidumbre -monstruo sin cabeza- me devora a cada instante. Puedo ver crecer la hierba si me quedo quieto, puedo verte desde la distancia, tu muro gris contra algunas de mis palabras, me importas poco. Me abandonaré al suicidio sencillo. Dicen que anoche volviste a dormir con él, que me consumo. Que me muero un día sí y otro también, que te extraño. Dicen.

La caverna

La duda arrastra, en el torrente desbordado de la inseguridad, nuestras convicciones, que se aferran a aquello que creíamos inmutable. Se posa sobre nosotros sin que lo percibamos y nos acecha, paciente, reflejada en el rostro de los que temen.

Las verdades quedan pendientes de un hilo frágil y tenso que amenaza con romperse a cada paso que nos aleje de lo que habíamos establecido. Quizás fueron los demás los que tejieron nuestro entramado de certezas y nosotros, que anhelamos la aceptación y el deshielo de nuestros inviernos, nos aferramos sin reparos a las consignas que han de ser por necesidad las de todos, las de otros.

Pero esos otros se encuentran tan inciertamente temerosos como nosotros mismos, de modo que nos apoyamos en quien tenemos al lado sin sospechar que la estructura amenaza con venirse abajo en cualquier momento. El monstruo de la envidia, del miedo, de la desidia, se apodera de nosotros y lo intuimos ya en nuestras nucas, notamos su aliento falsamente cálido sugiriendo que cerremos los ojos.

Algunos, los más, cierran los párpados y se abandonan al concierto de ciegos que buscan en la seguridad de otros cuerpos hallar el camino que se ven incapaces de dibujar ellos mismos. Otros, los menos, observan el grotesco grupo y se abandonan, así es la naturaleza humana, a ofrecer un camino para los primeros, camino que acaba en beneficio propio de los que han elegido abrir los ojos y ver.

Vagamos de este modo, dirigidos y directores, por las miserias y las glorias de un escenario que no se cansa de poner obstáculos en nuestro camino. Pero notamos la cercanía de los demás en cada cosa que hacemos al amparo de la aprobación del grupo, pues no es tarea nuestra el deshacer las normas y mucho menos el dictarlas, eso queda, inalcanzable y a la vez a un gesto de distancia, para aquellos que eligen a nuestras espaldas qué será lo que nos encontremos justo en frente de nosotros.