Ante el espejo…

Contemplas, gris y vacía, los ajados párpados descolgados que antaño adornaron tu mirada. Tensa y llena de resentimiento por todo, furia mal dirigida que pudre las flores, te resignas a tu doble en la tersa superficie helada que te vigila.
Mirada triste de recuerdos que terminan, de caricias desgastadas en la frágil página de aquellas noches. Mirada de ángulos exprimidos y abandonados a aquello que ni siquiera llegarás a comprender que va dirigido tan sólo a ti.
Aunque mil hojas escritas te gritaran a la cara lo absurdo de tu rabia, jamás alcanzarías a comprender ni uno sólo de sus renglones. Así de absurda, así de esclava.
Señora de las flores marchitas en tu reino de macetas de color rosa. En ese mundo que has creado te sublimas y te elevas, rodeada de otras tan similares a ti, que con cada segundo que transcurre más difícil me resulta diferenciaros. Siempre fuisteis lo mismo, aunque trates de renovar tus pétalos, a escondidas, en la habitación de invitados.
Vives tu vida como la rueda de un hammster, atrapada sin saberlo en los ademanes cíclicos que no conducen a ninguna parte. Y recuerdas ese día en que una mano se acercó a la tuya para hacerte caminar lejos de la orilla de la rutina y tú a cambio convertiste el tibio aliento en escarcha rencorosa.
Contemplas ahora ante el espejo los restos de tu vida. El reflejo que te devuelve tus cicatrices, tus miedos, tus despojos, tu mentira y entonces, con las alas cortadas para siempre, anhelas el aire puro de su ausencia, mientras compruebas que nadie te va a esperar toda su vida, como un día te prometieron, cuando tu reflejo era aún esperanzado.

Mañana en soledad…


Su presencia lamía todos y cada uno de los rincones de la casa en el aromático arte de la presencia intuida. Aparecía, verde y serena, su mirada de cristales hechiceros que me devolvía los brillos de silencios pasados al calor de una caricia.
Me dejaba arrastrar por los pasillos y estancias, contemplando en la quietud de las paredes cada uno de sus puntos suspensivos, de sus parpadeos, de sus sonrisas abandonadas en cualquier parte de mi piel. Me paseaba rozando con mis dedos cada una de las cosas que contenían reminiscencias de páginas leídas, de recuerdos, de ecos tibios.
Y ahora camino entre habitaciones de sábanas desordenadas y cafeteras medio llenas. Entre ropa abandonada y notas de la mañana. Y el sol, que penetra con susurros paralelos y anaranjados, es cómplice de la noche pasada, de los lentos párrafos de amor sedoso y de sus oníricas confusiones.
Queda la casa más que vacía, queda desolada sin su aliento. Las cosas, inertes espíritus de su calor, añoran cada nota de su risa que, en sinfonía infantil, inundara todo tan sólo para mi lengua insaciable.
Y en el reloj las manecillas invierten su sentido y el tiempo no transcurre en su ausencia, sino que inicia una cuenta atrás en busca de su presencia que se ofrece seductora y que huele a tierra mojada y sabe a hierba buena. Y en mis pupilas los ecos de las suyas, en mis oídos los suspiros de sus labios, en mis manos la suavidad de sus curvas y en la boca cálidas palabras que derramar sobre su cuerpo. Mientras tanto, las paredes de la casa me devuelven la voz entornada y lastimera de la mañana en soledad.

Renglones en el cristal…


La lluvia escribía, caprichosa y caótica, estilizados renglones de palabras pronunciadas como lágrimas y yo, en absurda postura, la observaba ajeno a todo. Las calles se teñían del maquillaje corrido de la noche en blanco, de los reproches y los llantos, de las frases escupidas en voz demasiado alta, de las amenazas lanzadas como piedras al rostro crispado de sus pupilas.
Y ahora, diluido por el agua, me deshacía inconcluso en mi gesto inacabado de muñeco de trapo, de vacío. Mis dedos intentaban abarcar con pereza el aire que hubiera debido ocupar en esos momentos ella pero su aliento, esquivo y lejano, se había convertido en escarcha y me erizaba la piel, quizás para siempre.
Me hundí entonces en el desierto de la angustia, sediento de sus gotas de tinta, de sus susurros apenas elevados, regalados al oido del albor del día. Resbalaron mis manos por el cristal de la ventana dibujando un pentagrama de angustias ya vividas, de anhelos, de notas no tañidas.
Me perdí en las primeras luces del alba en el momento en que el día y la noche se confunden para dar inicio al mar de la prosa sin haber acabado antes el manantial de los versos rotos. Me perdí entre sábanas con aroma a ropa interior y confidencias, entre cajones semillenos (semivacíos a mis ojos) y lámparas de mesa de noche encendidas tan sólo a medias.
Cerrar los ojos significaba dar comienzo a la sucesión de los días, de las semanas, de las manecillas corriendo espesas en torno a mi muñeca y ella, convertida en personaje, condenada a vagar en mis vigilias y a rodearme con sus brazos en mis desvanecimientos en un juego de cristales y de gotas de lluvia, de aceras mojadas y parpadeos.
Me despertaré cada mañana sin saber dónde estoy, eterno viajero, y sufriré el castigo de alargar mi mano más allá de mi extraña mitad de la cama para encontrarla, fría e invariablemente, vacía como el hueco entre dos gotas de lluvia, como el silencio entre dos notas de una sinfonía incompleta.