El mago que escapa en el último momento deja poesías inacabadas en los imanes de la nevera. Que quedan en nada, que nadie, ni siquiera él, leerá cuando vuelva del trabajo. Escribe y olvida. Y olvida que escribe para recordar: el olor de las chimeneas de aquel pueblo y las luces que cada vez más pronto iluminan las calles y los escaparates. Aquellos besos furtivos en tardes anaranjadas entre apuntes y pupitres verdes. Olvida fechas y argumentos de libros que devora. Que devora ahora junto a ella. Pero que son un después de un antes. Renglones suaves que hoy describen besos en lunares escondidos, en cuellos, en nucas.
Es el mago que repite su número estrella: escapar del fuego in extremis y refugiarse en el agua tibia que es esa mujer. El aplauso contenido de la niña que no busca el truco, que tan solo cree. Que es la calma de las caricias a escondidas, de las palabras como bálsamos. Son tan solo de ambos la tranquilidad y las conversaciones serenas e interminables. Al amparo de las tardes en un coche rojo con música y confidencias regresando al sur. El sol poniéndose perezoso tras el monasterio que puede verse desde la carretera.
El mago anuncia que no desvelará jamás el truco del espejo. En el que ambos se encuentran del otro lado, donde todo es posible. La luz cenital sobre el escenario y él liberándose de las esposas del miedo ante una sinfonía de ojos atentos tras el terciopelo naranja. Olvida, finalmente, que siempre habrá un día para un último espectáculo pero, mientras ese día llega, las miradas cómplices harán de los lunes algo mágico que los hará rescatar al otro mientras cae el telón y se detienen los relojes reflejando cada uno de sus besos.