El mago

El mago que escapa en el último momento deja poesías inacabadas en los imanes de la nevera. Que quedan en nada, que nadie, ni siquiera él, leerá cuando vuelva del trabajo. Escribe y olvida. Y olvida que escribe para recordar: el olor de las chimeneas de aquel pueblo y las luces que cada vez más pronto iluminan las calles y los escaparates. Aquellos besos furtivos en tardes anaranjadas entre apuntes y pupitres verdes. Olvida fechas y argumentos de libros que devora. Que devora ahora junto a ella. Pero que son un después de un antes. Renglones suaves que hoy describen besos en lunares escondidos, en cuellos, en nucas.

Es el mago que repite su número estrella: escapar del fuego in extremis y refugiarse en el agua tibia que es esa mujer. El aplauso contenido de la niña que no busca el truco, que tan solo cree. Que es la calma de las caricias a escondidas, de las palabras como bálsamos. Son tan solo de ambos la tranquilidad y las conversaciones serenas e interminables. Al amparo de las tardes en un coche rojo con música y confidencias regresando al sur. El sol poniéndose perezoso tras el monasterio que puede verse desde la carretera.

El mago anuncia que no desvelará jamás el truco del espejo. En el que ambos se encuentran del otro lado, donde todo es posible. La luz cenital sobre el escenario y él liberándose de las esposas del miedo ante una sinfonía de ojos atentos tras el terciopelo naranja. Olvida, finalmente, que siempre habrá un día para un último espectáculo pero, mientras ese día llega, las miradas cómplices harán de los lunes algo mágico que los hará rescatar al otro mientras cae el telón y se detienen los relojes reflejando cada uno de sus besos.

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Las mismas calles

Suelo elegir las mismas calles para ir a los mismos lugares. No veo bien de lejos ni tampoco de cerca y eso es algo que hace que la vida se me presente con contornos borrosos, algo incierta. Compruebo que he cerrado las puertas, como si eso que hay dentro pudiera escaparse o que realmente le importara a alguien. Hago las mismas cosas en el mismo orden pero mi cabeza se desordena como si llevara un sombrero de cinco kilos y, sin embargo, temo que eche a volar cuando, por las noches, la dejo sobre la mesita para que sueñe. Creo que he olvidado los besos en alguna parte y que viajan en un sobre o que ya no recuerdo esa boca que nunca he besado. Mi pecho explota cuando hablo en público, cuando miro a los ojos, cuando estoy solo. Y pienso: las mismas calles, los mismos lugares, mis gafas, las puertas, el orden, los besos, mi pecho. Y pienso: quizás la lírica, quizás las bruma y la luz que entra tibia por las grietas de mis párpados, llenándolo todo de ti, abrazándome y dejándome olvidar aquello que hoy soy. Déjame que renazca cada mañana, que así podré morir tranquilo de noche. Con tu mano dentro de mi mano, con tus ojos dentro de mis ojos.

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Instantes, instintos

Escribí un poema pequeño, sin pretensiones, en la arena de la playa. Pero el mar lo lamió y de él tan sólo quedaron unos arañazos en la orilla. Sentí que debía cortar el hilo que, ya alejado, nos unió un día. Las tijeras de la determinación sesgaron para siempre aquel recuerdo que nos unía y me sorprendí empapado de indiferencia. Por la ventanilla abierta del coche entró el perfume y el agua de la lluvia finísima de noviembre. Y mi mano abierta se empapó de ella y sentí el frío de un miércoles a las seis de la mañana en mi palma. Cuando era tan sólo un niño leí un libro sobre historias de peces. El otro día lo encontré por casa y, por unos instantes, volví a tener siete años. Alguien en alguna parte enciende una vela para leer de noche en medio de lo poco que tiene y el fuego, injusto y traicionero, arrasa su cuerpo. Un día fui al teatro, un monólogo, y el actor principal me hablaba tan sólo a mí y la sala se desvaneció y soñé que escribía un poema pequeño, como alas de polilla, en la arena de la playa. Pero esta vez un par de rimas, sonrientes, resistían a la embestida del Mediterráneo. Sonó el teléfono y tú regresaste, muy despacio, de tu silencio.

Mapas de carreteras

Su piel es un mapa de carreteras que confluyen en algún lugar incierto de su entrecejo. Algunos recuerdos, como agoreros posos de café, se estrellan en el cristal algo rayado de sus gafas. Y la costumbre le habla y le dice: Tomás, has de volver a los libros que traían a la habitación cielos de galaxias lejanas; has de improvisar un nuevo camino de vuelta a casa, Tomás, que ya te quedan pocas páginas en tu cuaderno. Pone nombre una a una a las arrugas de su rostro en el espejo del ascensor y, entre las plantas tres y la cuatro, abandona su propósito con una sonrisa ensayada que se dedica sólo a él mismo. Se encuentra de cuando en cuando con Miriam, la vecina de la puerta 14, e intercambian un saludo, una frase a veces -ella derrochando juventud en sus hombros desnudos, él mirando hacia otro lado-. Hoy Tomás relee algo de Asimov y viaja, y pilota su propia nave y la busca. Esconde la foto en blanco y negro de Loreto en el cajón de su mesita y cierra los ojos y vuela  y una de las carreteras de su mapa llega, al fin, hasta ella.

Gafas bifocales

Blanco, rumor de pasos, olor a desinfectante. Una mujer mayor acuna a un bebé y el murmullo de las conversaciones, como un mar adormecido, flota por las paredes y el techo. El suelo devuelve rotos los reflejos de los tubos fluorescentes y mis ojos, arroyo incansable, están húmedos desde poco después de despertarme. Chocan con mis pupilas las corbatas duras de gente que parece no enfermar, maletines y miradas huecas. Alguien que llama, alguien que se levanta y desaparece devorado por un pasillo recto y limpio, muy limpio. En una esquina, ignorado por todos, en pijama, volcado sobre un librito lleno de figuras, un niño permanece ajeno al teatro que lo rodea. Lleva gafas, seguramente para corregir el estrabismo que hace que mire la página equivocada mientras hace como que lee. Debe tener apenas dos años, quizás no sabe aún de las letras, pero recorre entusiasmado las lineas que quizás ve defectuosas. Demasiado pequeño para un sitio así, quisiera abrazarlo y leerle mientras tal vez se hace el dormido. Oler su pequeño perfume a colonia infantil, sentir la calidez de unos ojos que miran el mundo a través de unas gafas que le acompañarán de por vida. Y cuando alguien dice mi nombre y soy yo el que me levanto, el niño me mira y me da la mano, me acompaña por el pasillo limpio, desaparece conmigo ante un despacho adornado con láminas de anatomía. ¿Dónde está el niño que venía de mi mano? pregunto angustiado mirando a todas partes. Ha entrado usted solo, contesta cansado el médico que se refleja en el cristal de mis gafas bifocales.

Noviembre

Sus brazos, como ramas de árbol, me rodean y me hacen sentir tan pequeña. Pasamos las horas poniendo nombre a los árboles de Blasco Ibáñez y muchachas demasiado abrigadas para la fecha nos miran con desgana. Paraguas improvisados, rotos, demacrados, bailan por las aceras y yo me veo la cara en alguno de los charcos. Después me entretengo en tirar piedras pequeñas al agua y mi cara se deforma y yo me río. Y le digo: Jorge, dime otra vez eso que tanto te gusta de mí. Sus ojos, como arroyos crecidos por las lluvias, derraman su celeste sobre los míos, que no son tan bonitos y que a veces miran algo tristes. Me gustas cuando miras hacia arriba y piensas y parece que no encuentras los pensamientos. Y yo río, él me abraza, puedo sentir el perfume de su piel y de colonia, que se clava en mi memoria y que se queda ahí, acompañándome, para siempre. Desde que lo conozco los árboles no son árboles y los trenes no son trenes. Ha llegado noviembre y él ahora duerme con la cabeza apoyada en mis piernas, así que guardaré silencio, por si alguno de mis pensamientos lo roza y se despierta.

Algo que empieza

La flor blanca de su recuerdo se ha ido marchitando poco a poco, arrastrando los días, entre unos dedos que ya apenas pueden apresarla. Le gusta mirar a las mujeres mientras leen, sin que ellas se den cuenta. Una portada y un libro en las manos, unos ojos que siguen, ajenos a todo, unos renglones de una historia que se le antoja extraña. Y él mirando desde este lado del espejo, escondido en un vagón de tren, una sala de espera, en la arena de la playa. Apenas el único recuerdo de ella que recorre su espalda tiene como protagonista una novela rusa. Sus muslos pálidos que asoman por debajo del pijama, su perfume y sus ondas pelirrojas, sus ojos con forma de almendra, el borde de sus orejas asomando levemente entre los cabellos como enfadados, aún algo húmedos. La historia de ambos llegó a un precipicio y los años se derramaron por él hacia el vacío del olvido. Todo aquello que hicieron por primera vez, acordes de una canción de amor inmaculado. Dónde queda ella, en el otro extremo del mundo, escondida, desnuda. Una mujer cierra un libro en un banco del parque y lo sorprende mirándola, se sonríen y algo empieza. Esa misma noche la olvidará un poco más, a la mujer de la novela rusa, su historia dormirá en su mesa de noche y él apagará la luz con una sonrisa leve en los labios.