Sombra

Soñé que me miraba en un espejo, que mi mirada se volvía cristal. Mi ojo derecho, el ciego, me dolía y yo lo lavaba con agua y manzanilla. Estaba inflamado y por las pestañas se derramaban las lágrimas que yo mismo había llorado por mí, por los finales de mis historias. El agua del grifo salía helada y yo trataba de calmar el dolor. El dolor de lo que mi ojo había tenido que imaginar por ser todo su mundo, la mitad del mío, sombra. Entonces se desprendía de su cuenca con suavidad y caía en mi mano y estaba muerto, al fin, y en su lugar aparecía un telón rosado. En ese momento cesaba el dolor. Me miraba y la asimetría en mi rostro me daba un aire de tranquilidad. Ya dejaba, definitivamente, solo a mi ojo izquierdo, el que trata de ver de lejos y de cerca lo que el derecho solo puede intuir. Cómplices ambos de una mirada curva, de un dirigir y un imaginar. Desperté. Abrí los párpados y la luz del viernes entró sin calor en mi ojo izquierdo y noté, aunque él quiso disimularlo, que mi ojo derecho había llorado.

Foto: Simon Wijers en Pixabay

Lloran

Lloran por mí en las mañanas. Lloran por las sonrisas que murieron en mis labios, ahora algo parecido a una mueca de alguien a quien no invitaron al chiste. Lloran por las lágrimas que se acumulan en mis ojos pero que son incapaces de derramarse al suelo negro. Lloran por nosotros dos, por la distancia y por la diferencia de nuestros relojes. Por la gente a la que no conocí, por la que conocí y no se tomó la molestia de conocerme. Por la gente que dijo que vendría y no acudió. Por la que no me escucha, por la que huye, la que se esconde, la que me esquiva. Lloran por los caballos de madera sobre los que cabalgo cuando llega la madrugada. Y hace frío. Y estoy solo. Lloran por mí porque nadie aún ha escrito mi final y yo estoy cansado de la falsa magia que me convierte en lo que no soy, de tanto llevar ese peso, de tanto amar.

Las mismas calles

Suelo elegir las mismas calles para ir a los mismos lugares. No veo bien de lejos ni tampoco de cerca y eso es algo que hace que la vida se me presente con contornos borrosos, algo incierta. Compruebo que he cerrado las puertas, como si eso que hay dentro pudiera escaparse o que realmente le importara a alguien. Hago las mismas cosas en el mismo orden pero mi cabeza se desordena como si llevara un sombrero de cinco kilos y, sin embargo, temo que eche a volar cuando, por las noches, la dejo sobre la mesita para que sueñe. Creo que he olvidado los besos en alguna parte y que viajan en un sobre o que ya no recuerdo esa boca que nunca he besado. Mi pecho explota cuando hablo en público, cuando miro a los ojos, cuando estoy solo. Y pienso: las mismas calles, los mismos lugares, mis gafas, las puertas, el orden, los besos, mi pecho. Y pienso: quizás la lírica, quizás las bruma y la luz que entra tibia por las grietas de mis párpados, llenándolo todo de ti, abrazándome y dejándome olvidar aquello que hoy soy. Déjame que renazca cada mañana, que así podré morir tranquilo de noche. Con tu mano dentro de mi mano, con tus ojos dentro de mis ojos.

Foto: B_Me en Pixabay

Viernes noche

El viernes tuve una cita. Ella era tan rubia como en las fotos. Yo era algo más delgado que en ellas. Hola, me dijo y sonrió. Sabía hacerlo bien, tenía una sonrisa bonita y enorme, que llenaba todo a su alrededor. Nos conocimos al revés en una página que ya he intentado desinstalar de mi móvil y que sigue ahí, como un eco residual de algo que no puede ser pero que me tienta a seguir intentándolo. Algo que va demasiado rápido para mí, un deslizar un dedo y la persona ya ha desaparecido ante nuestros ojos. Para siempre. No tomé alcohol y ella sí. No pude hablar más de dos frases seguidas. En parte por mi incapacidad y en parte porque ella no dejó espacios vacíos para que yo lo hiciera. Aún así hubo algo entre nuestros labios. Hubo algo en ellos. Pero ya no se repetirá. Las prisas nos condenaron y el querer hacerlo fácil. Sí, deslizando nuestros dedos sobre la pantalla y haciendo desaparecer nuestros besos que yo, a pesar de todo, voy a guardar en una carpeta en mi teléfono con su nombre, algo que recuerde a los Kinks. Su fugaz nombre y con él la música sonando mientras atravesamos Valencia de la mano, como si fuéramos a hacerlo por el resto de nuestros días. Sus cigarrillos y algo que ambos sabíamos iba a morir cuando nos despidiéramos de madrugada en mi coche: nuestra conversación, congelada en el cristal, no nos concedió ni un hasta pronto.

 

Foto: Daniel Nebreda en Pixabay

Lazarillo

Empecé aquel trabajo con la misma ilusión que el Lazarillo se puso a las órdenes del ciego. No más ciego él que yo, traté de ponerme a disposición de la empresa con nombre en inglés, con directivos en inglés. Había pasado una larga temporada en el paro y, a mi edad, nubes de inseguridad revoloteaban encima de mi cabeza. Y se comían mis desayunos y se llevaban mis ganas de dormir. Mi trabajo consistía en asesorar a trabajadores que sabían más que yo, sin tener a nadie que me asesorara a mí. Sin experiencia, temblando el primer día. Los bolígrafos cayendo de mis dedos. A la cuarta semana quería estampar a mi jefe contra la columna de su despacho. Pero no lo hice y me despidieron. No me dejaron un espacio al final del finiquito para que expresara mis quejas, para que mentara a la madre de este o aquel. Quizás trame una venganza en forma de pintada, qué se yo. Es mi turno en la oficina de empleo y la funcionaria que me atiende disimula un bostezo y esboza una frase de cortesía. Busca un nuevo amo para mí y yo asiento con la cabeza, bajo los brazos y firmo. Y firmo.