Soñé que me miraba en un espejo, que mi mirada se volvía cristal. Mi ojo derecho, el ciego, me dolía y yo lo lavaba con agua y manzanilla. Estaba inflamado y por las pestañas se derramaban las lágrimas que yo mismo había llorado por mí, por los finales de mis historias. El agua del grifo salía helada y yo trataba de calmar el dolor. El dolor de lo que mi ojo había tenido que imaginar por ser todo su mundo, la mitad del mío, sombra. Entonces se desprendía de su cuenca con suavidad y caía en mi mano y estaba muerto, al fin, y en su lugar aparecía un telón rosado. En ese momento cesaba el dolor. Me miraba y la asimetría en mi rostro me daba un aire de tranquilidad. Ya dejaba, definitivamente, solo a mi ojo izquierdo, el que trata de ver de lejos y de cerca lo que el derecho solo puede intuir. Cómplices ambos de una mirada curva, de un dirigir y un imaginar. Desperté. Abrí los párpados y la luz del viernes entró sin calor en mi ojo izquierdo y noté, aunque él quiso disimularlo, que mi ojo derecho había llorado.
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