Mapas de carreteras

Su piel es un mapa de carreteras que confluyen en algún lugar incierto de su entrecejo. Algunos recuerdos, como agoreros posos de café, se estrellan en el cristal algo rayado de sus gafas. Y la costumbre le habla y le dice: Tomás, has de volver a los libros que traían a la habitación cielos de galaxias lejanas; has de improvisar un nuevo camino de vuelta a casa, Tomás, que ya te quedan pocas páginas en tu cuaderno. Pone nombre una a una a las arrugas de su rostro en el espejo del ascensor y, entre las plantas tres y la cuatro, abandona su propósito con una sonrisa ensayada que se dedica sólo a él mismo. Se encuentra de cuando en cuando con Miriam, la vecina de la puerta 14, e intercambian un saludo, una frase a veces -ella derrochando juventud en sus hombros desnudos, él mirando hacia otro lado-. Hoy Tomás relee algo de Asimov y viaja, y pilota su propia nave y la busca. Esconde la foto en blanco y negro de Loreto en el cajón de su mesita y cierra los ojos y vuela  y una de las carreteras de su mapa llega, al fin, hasta ella.

Un buen día

Sábados en los que olvidé apagar el despertador y por la ventana entró alguna hora furtiva bajo las sábanas. Que de la calle entre el olor de la tierra mojada, la risa de un bebé, el bullicio de los niños jugando en el parque de detrás de casa. Conocerte de nuevo, descubrir que habías estado escondida toda mi vida y que ahora tienes un nombre y tu voz una música. Empezar un libro, estrenar un perfume, acariciar la piel de mi gato. Abrir la nevera y sentir el fresco en la cara, cerrar los ojos y recordar aquel verano, olvidar aquella historia y que alguien te la recuerde. Días con dos noticias maravillosas, noches de conversaciones infinitas, sueños que nos sorprenden, como caricias de madre, despiertos y con una sonrisa que nació ayer, viernes.

Siesta

Hay una llave enorme que abre todas las puertas del pueblo. Y un hombre que mutila las esquinas de las páginas de los libros, por no perder el hilo de su propia historia. Perros que entornan los ojos tumbados a la sombra, ni rastro de los gatos. Hay casas que duermen con sus muros blancos escondiendo secretos de sirvientes y señoritos. Y un niño que llora: niño, calla por favor, o no tendrás Puleva de fresa para merendar. Las montañas, ajenas al sudor de sus habitantes, los abrazan lentas y llenas de matorrales que amarillean. Una mujer con casi cien años lucha con sus párpados delante de un televisor donde cien vidas se entremezclan. Y yo cojo la llave enorme y abro tu casa y no eres tú la que está dentro, será que aún no me he despertado o quizás sea que aún no te he vivido.