El frío

El centro comercial desierto es testigo de nuestra última cita. Hay un cine al final de un corredor flanqueado por dos escaleras mecánicas. Que no transportan a nadie ya y que, como nosotros dos, no llevan a ninguna parte. Rozo tus dedos con mis dedos y tú apartas la mano. Sonríes. Aborto cualquier intento de besarte. En la sala apenas somos quince personas y la película es peor aún que la asistencia. Todo adornado con una sonrisa casi líquida. Miras tu teléfono móvil con asiduidad, yo comienzo a sentir la impaciencia que suele invadirme cuando no consigo lo que me propongo. Cuando salgamos ya será de noche pero no nos quedarán fuerzas ni ganas de ir juntos a ningún sitio. Nos despedimos en el aparcamiento y ambos sabemos que hay algo roto definitivamente entre nosotros. Se nos acabó la imaginación, la complicidad, las veladas cenando cualquier cosa. A la mañana siguiente, solo en casa, desayunaré con una agenda en la mano, llena de nombres vacíos que no responden a mis preguntas, que no son el tuyo. Y querré cerrar los círculos que abrimos un día con aquellos abrazos como reflejos imposibles de evitar. Aquellas tardes en que no existía nada más que nuestros cuerpos y una conversación infinita. Pero hace siglos de eso y yo, con algo de resignación disimulada, ya no siento el frío que derramaron tus palabras sobre el cristal de mis gafas.

Imagen de StockSnap en Pixabay

Cita vacía

Ayer tuve tuve una cita. El agua del mar iba y venía. La playa, atestada, nos devolvía su aliento salado. Una pareja buscaba metales con un detector, unos niños nadaban y jugaban chapoteando en una acequia. Y nosotros hablábamos y no decíamos nada. Sepultábamos los incómodos silencios con palabras. Repetidas, vacías. Ninguno de los dos estaba ya allí. Los dos besos simulados, estériles, y la buena educación. Que hubiéramos debido volvernos a casa cuando nos vimos desde su coche. Porque aquello duró apenas una hora y media y ya nos sobró el mirar varias veces nuestros teléfonos móviles. Alargo la mano y es tan fácil eliminar su rastro. Y ella el mío. Debería haber un botón de escape que nos alejara definitivamente de ciertas hipocresías. Hoy ha sonado el teléfono y ya no será ella nunca más. No he sentido nada más que aburrimiento y el sonido acolchado de otras citas idénticas a esta, llenas de vacío, donde yo no soy yo del todo. Donde apretamos ese botón y nos alejamos, de manera aséptica, mucho antes de haber llegado.

Viernes noche

El viernes tuve una cita. Ella era tan rubia como en las fotos. Yo era algo más delgado que en ellas. Hola, me dijo y sonrió. Sabía hacerlo bien, tenía una sonrisa bonita y enorme, que llenaba todo a su alrededor. Nos conocimos al revés en una página que ya he intentado desinstalar de mi móvil y que sigue ahí, como un eco residual de algo que no puede ser pero que me tienta a seguir intentándolo. Algo que va demasiado rápido para mí, un deslizar un dedo y la persona ya ha desaparecido ante nuestros ojos. Para siempre. No tomé alcohol y ella sí. No pude hablar más de dos frases seguidas. En parte por mi incapacidad y en parte porque ella no dejó espacios vacíos para que yo lo hiciera. Aún así hubo algo entre nuestros labios. Hubo algo en ellos. Pero ya no se repetirá. Las prisas nos condenaron y el querer hacerlo fácil. Sí, deslizando nuestros dedos sobre la pantalla y haciendo desaparecer nuestros besos que yo, a pesar de todo, voy a guardar en una carpeta en mi teléfono con su nombre, algo que recuerde a los Kinks. Su fugaz nombre y con él la música sonando mientras atravesamos Valencia de la mano, como si fuéramos a hacerlo por el resto de nuestros días. Sus cigarrillos y algo que ambos sabíamos iba a morir cuando nos despidiéramos de madrugada en mi coche: nuestra conversación, congelada en el cristal, no nos concedió ni un hasta pronto.

 

Foto: Daniel Nebreda en Pixabay

Seamos amigos

Era tan pobre que no tenía para hacer una llamada. Llegó el viernes y su número parpadeaba en mi agenda y yo esperando que el teléfono sonara y fuera ella. Habíamos quedado en el lunar de mi mano derecha pero ahora estaba desierto, unos niños jugaban en la palma de esa mano. Siempre había querido tomar una copa de buen vino en la terraza del Ateneo pero mi cuenta corriente solo daba para un par de cervezas en vaso de plástico. Yo ya andaba preparándome para echarla de menos, paralizado en un gesto entre cortés y valiente. Eran las siete de la tarde y yo encorbatado y planchado y bien perfumado. Acqua di Gio de imitación y desodorante de los que no dejan mancha. No fuera a ser que. Llegaron las ocho y luego las nueve y oculté el silencio y traté de animarme escuchando a Supergrass a todo volumen en mis auriculares inalámbricos. Los que compré para tener conversaciones kilométricas con el otro lado de la tierra. Pero yo ahora soy pobre y no puedo ofrecerte vuelos transatlánticos ni filetes de partes prohibitivas de la ternera. Quizás un par de hamburguesas. A las diez y media llegó un mensaje y dos palabras con un icono al uso: «Seamos amigos». Me metí en la cama encorbatado, planchado y bien perfumado. En mi cabeza sonaba algo alegre pero no pude usar mi tarjeta de crédito cancelada para coger un taxi y salir a bailar. Total, no tenía muchas ganas, ella no estaba en el aeropuerto y tampoco me importó tanto morirme un poco y recrearme en mi propia calvicie incipiente. Dormí toda la noche de un tirón y, a la mañana siguiente, quise ir a verla pero una de las ruedas de mi bicicleta estaba pinchada. Quizás tu amistad sea lo más barato que pueda permitirme sin trabajo y sin ganas. Fui a su casa caminando con resignación y dejé una nota de papel en su buzón: «Seamos amigos, pero olvídate del lunar de mi mano derecha».