Desayuno continental

Bajamos de la habitación poco antes de que cierren la cafetería del hotel. En las caras sonrojadas las miradas cómplices pensando aún en el agua de la ducha corriendo por nuestros cuerpos. Hemos podido al fin escaparnos y nuestros teléfonos con las baterías llenas delatan lo mucho que nos hemos tocado estos dos días de enero. Tomamos con tranquilidad zumo de naranja recién exprimido, café con leche, tostadas. Hemos llenado un plato con huevos cocidos y fiambre. Hay un par de croissants y yogur natural con cereales esperando. Y acabaremos con todo mientras bajamos la voz entre risas. En la mesa de al lado nuestros vecinos, una pareja alemana, serios y con caras largas, nos dedican miradas de soslayo. Seguramente oyeron nuestras voces de madrugada, han estado a punto de llamar a recepción, han comentado en silencio mientras salían a la moqueta del pasillo y nosotros aún dormíamos. Tú y yo nos miramos a los ojos, no necesitamos decir mucho más. Conoces de memoria ya el camino de mis vértebras. Yo sé a ciegas cuando tiemblas, cuando amas. Acabamos nuestras tazas y subimos a por el equipaje relajados, sin relojes. Nos cruzamos al salir con la pareja alemana. Él te mira sonriendo, ella lo recrimina en silencio con un gesto. Y abandonamos el hotel a eso de las once y once de la mañana. Subimos al coche y en esta ocasión eres tú la que elige la música que, de inmediato, inunda de adjetivos parabrisas y espejos enfrentados de mi Corsa.

Otoños y semáforos

Septiembre se tiñe de beso, de semáforo en rojo, mojado, y me eriza la piel. Enredados en las sábanas, hasta nosotros llega el aroma del café recién hecho. Recorremos juntos bosques de silencio que dejan arañazos salados en nuestra espalda. Nos amamos callados, encaramados a la mirada del otro y el gato se acerca cariñoso hasta nuestro abrazo. Debajo de la cama ha rodado uno de sus pendientes. Sobre la alfombra un libro y unos calcetines. La ropa revelando descarada, por toda la habitación, nuestra historia de anoche. Septiembre ha entrado descalzo con un desayuno de verdaderos amantes y lo deja sobre nuestro regazo. Hasta Bécquer llega el aliento de las tostadas con pechuga de pavo y enarbola su carita de mendigo. La ventana empañada, la puerta entreabierta, el suelo algo frío, la lluvia sobre el tejado. Y nosotros como duendes jugando a estar cerca, ignorando océanos y otoños, sonriendo despistados a nuestra mañana de un miércoles.

Desayuno en la cama

Mes descarado de mañanas claras. Uno piensa que alguien se entretuvo antes de que comenzara el día en sacarle brillo a todas las cosas de la Tierra. Mañanas en las que lo azul es más azul y lo verde más verde. Mes que vienes con el olor salado del mar y de la siesta temprana. De pestañas alargadas en crepúsculos anaranjados, dime qué traes escondido entre atardeceres cómplices. Deja que me esconda en tu seno, que vuelva a nacer cuando, estando tú a mediados de tu vida, yo comience la mía. Mes amado con cascabeles de verano, de niños sin colegio, de hombros desnudos. Siento el calor de tu sol, la caricia de tu brisa, que me lame el pelo con dulzura y me susurra. Las palabras de amor surgen solas, se resbalan de mi boca a tus oídos y todo es tan sereno y tan tibio. Podré mirar furtivamente tu escote y perderme en el borde de tu falda, que ya es ligera y que yo me muero por levantar. Mis labios acabarán estampando treinta y un besos en cualquier parte de tu espalda, como sucede siempre, mientras el salitre juega a colarse entre las cortinas de las ventanas abiertas. Y cuando pases de puntillas por el calendario, haciendo poco ruido, tan sólo me quedará el gusto salado de tus besos, y el recuerdo de tus mañanas, en que jugaste a enredarme entre las sábanas mientras el desayuno se impacientaba a nuestro lado.