Aquel árbol

Le gustaba sentarse bajo aquel árbol, el más alejado del camino. Su madre se volvía loca buscándolo y él se reía en silencio, con su escondite intacto. De aquello hacía tanto tiempo, voces de verano. Y ahora el manto de hojas secas cubre sus recuerdos y el viento los aleja de él, juega a hacerlos deshacerse entre sus dedos. Se aferra a aquellos días de juegos infantiles a manos llenas, el tiempo aún no se había llevado tantas cosas. En su memoria resuena la voz de su madre llamándolo a voces por todo el sendero del pueblo. Esta tarde todo está extrañamente reciente, ahora es él el que llama a voces a su hijo. Lo imagina callado y acuclillado en el campo, jugando a no ser encontrado. Aromas de agosto, aquel primer amor. Se suceden en su cabeza piezas sueltas de una sinfonía que queda incompleta para siempre. Francisco es tan rubio y tan inocente como su padre a su edad. Lo encuentra subido a aquel árbol bajo el que él se escondía entre espesas tardes, tanto como largas son sus pestañas. Francisco es su vida, le puede la risa y lo mira con adoración. En el cielo se suceden escenas de algodón y padre e hijo vuelven a casa cogidos de la mano. Al regreso nadie los espera y volverán a la casa donde nadie hace ya la cena para tres, eso tendrá que esperar a la semana que viene y mientras Francisco se baña su padre improvisa algo antes de echarla de nuevo de menos. Le viene de nuevo a la mente aquel árbol, el más alejado del camino, y aquel beso dado con los ojos abiertos.