Noche

Desde la posición en la que se encontraba podía ver cada una de las pecas de su hombro. Él jugaba a acariciarlas con la yema de uno de sus dedos, trazando dibujos imposibles que borraba con un gesto que ella apenas notaba. Los párpados de la muchacha estaban cerrados y la respiración entrelazaba el aliento de ambos en una cálida extensión de su abrazo. El brazo fuerte de él pasaba por debajo del cuello de ella y su mano derecha, que quedaba libre, jugaba ahora con sus cabellos, que caían algo tristes sobre el colchón, llenándolo todo de líneas oscuras. Ninguno de los dos quería levantarse ni pronunciar palabra, temerosos de la despedida que les aguardaba cuando amaneciera. Los primeros brochazos de luz en el horizonte empezaban a colarse por la ventana del apartamento y él le cerró los párpados a ella con dos besos que apenas dejaron sonido alguno en la habitación. Pronto no quedaría de este momento más que los trozos rasgados de la tela del recuerdo y ambos sabían que debían memorizar el aroma del otro para tratar de hacerlo eterno. En alguna parte maulló un gato trasnochador y las cortinas de la ventana quisieron escapar llevadas por una ráfaga fresca de amanecer. El aroma de la hierba y las plantas del jardín de debajo de la casa se colaron por las rendijas dejando en la habitación la fragancia de la mañana y ellos cerraron los ojos juntos por última vez, al menos de momento. Cuando ella los abriera él ya no estaría, no se despedirían, no dirían nada. Cuando el día, por fin, rompiera con su luz cada rincón de la cama ella abriría sus párpados y no encontraría en el colchón más que una sábana arrugada donde querría ver la silueta del otro. Su piel aún atesoraba el recuerdo de sus caricias cuando él tan solo era ya ese fantasma que se colaba en sus noches, por la ventana, a escondidas del resto del mundo. Se giró y no quiso abrir los ojos todavía. En algún lugar de la ciudad, un muchacho se despierta con la sensación de que nada se ha acabado y cierra de nuevo los ojos, y trata de apresar por unos instantes más los coletazos de ese sueño que le acerca a ella cada vez con menos frecuencia.

Trazos

Me gustaba mirarla en silencio, cuando ella no se daba cuenta o fingía estar distraída. En ocasiones la veía trazar con gestos precisos pinceladas en alguno de sus cuadros, entonces era realmente hermosa. Su mirada se volvía ausente y sus ojos adquirían las tonalidades de sus pinturas. Y yo quería en esos momentos convertirme en su lienzo y que ella me pintara, que volcara sobre mí las caricias de sus pinceles, inmortalizándome. De vez en cuando me asomaba al lienzo y podía ver a través de sus ojos por lo que se mostraba ante mí de sus trazos. Veía muchachas desnudas, espaldas, tallos estilizados de cerezos, el mar. De fondo solían sonar notas de piano, la hacían evadirse y con ellas quedaba yo como un satélite de su genialidad, volando por la estancia, esperando que ella volviera. Dime algo que me acerque a ti. Y ella cerraba los párpados y sonreía, compartiendo un instante fuera del cuadro. Y en esos momentos podría haberme muerto siendo por completo feliz.

Retales

Encontraba la calma en escuchar historias de los demás y hacer de los fragmentos de sus vidas un mapa que le hiciera las cosas más previsibles. Se entretenía con los ecos que coleccionaba por la calle, en los periódicos, en cualquier parte y los ordenaba en su cabeza construyendo vidas con estos retales. Olvidaba con frecuencia dejar cerrada la puerta de su casa y por ella entraban los gatos que lo curioseaban todo y que, en alguna ocasión que otra, debía apartar para poder sentarse. La desocupación lo había conducido a llevar una vida de felino, por lo que se entendía bien con ellos. Pero hacía unos días que las ideas revoloteaban obsesivamente en su cabeza y no podía darles demasiado significado. Algunas voces familiares en el edificio lo sacaban de sus ensoñaciones y hacían menos turbio el paso del tiempo y él intentaba explicar a su otro yo imaginado que era imposible tratar de dar sentido a los pensamientos cuando estos andan fuera de la jaula. En un diálogo animado delante de un espejo se decía frases que sonaban nuevas, pero que tenían años. Debía dar una ocupación a sus pensamientos o estos acabarían devorando cada rincón de su vida cotidiana. Y decidió rellenar con los retales de historias los huecos de la suya y en ese momento comenzó decididamente a vivir. Un gato dormía en esos momentos sobre la estufa apagada.

La veleta

Soñó esa noche, aquella en la que las ventanas de la habitación ardían, con una casa que tenía una veleta majestuosa coronada por un gallo. Trataba Yukio de hacerse con hebras de viento pero este se deslizaba entre sus dedos como el agua helada del arroyo que corría cerca de su casa. Y despertó sudoroso con las sábanas hechas un ovillo a sus pies. Bebió con fruición del vaso de agua que dejara antes de dormirse en el suelo al lado del futón, calmando una sed de años en sus labios resecos. En la ventana apenas aparecían las sombras de la vegetación y le pareció ver un gato saltando de un tejado a otro. Volvió a tumbarse, cerró los ojos y pronto volvió a quedarse dormido, retomando el sueño por donde lo había dejado. Yukio trataba de ver la dirección de la veleta, pero esta giraba a gran velocidad y parecía que el gallo trataba de hablarle. No sigas al viento, pareció escuchar, deja que el viento sea el que te lleve. Y quiso sentirse como una hoja que se desprende de un árbol, pero un nombre de mujer lo angustiaba profundamente y por eso sólo pensaba en acabar con todo y colgar para siempre de ese árbol. A lo lejos el gallo indicaba el norte y Yukio se despertó señalando con su mano en el aire. Las sombras del sueño aún correteaban persiguiéndose por las paredes de la habitación y el muchacho miró el reloj, cogió un papel y, con trazos de tinta seguros y hermosos, comenzó a escribir su sueño.

Ocho semanas

Sonaba la música de las copas de los árboles que le daban la bienvenida a la casa del bosque. En el cielo púrpura de la tarde las nubes se estiraban anunciando el descenso de las temperaturas de las primeras noches de agosto. Las maderas del porche crujieron quejumbrosas bajo el peso de su cuerpo, dejó las maletas frente a la puerta y buscó las llaves en el bolso. En alguna parte una contraventana daba pequeños golpes contra la casa, unos pájaros pasaron en bandada en dirección al lago, la naturaleza se lo quería comer todo pesadamente, con paciencia milenaria. La casa cedía espacio a la vegetación más cercana, la que rozaba los cristales de las ventanas cuando uno entraba dentro.

Giró la llave en la cerradura y, entre lamentos, la puerta se abrió y se extendió ante ella la estancia principal de la casa. Una mecedora esperaba cubierta de polvo en un rincón, muebles tapados con sábanas, adornos cubiertos de olvido, juguetes esperando a unos niños que ya se hicieron adultos. Junto a la ventana, la vieja máquina de escribir, la joya de la herencia de su abuelo escritor. Era, sin duda, el objeto más mágico del conjunto y aquel al que primero prestaba atención siempre que volvía. Dejó las maletas en la puerta y se dirigió a ella. La desnudó de su funda y puso papel y cinta nuevas, acariciándola con las yemas de los dedos. Siempre le podía la impaciencia y decidía escribir algunas hojas antes de instalarse. La máquina primero se quejaba y luego accedía suavemente a los golpes sobre la página. Ese verano había decidido escribir sobre ella misma, al fin y al cabo era el primero que pasaría en soledad en la casa del lago. Tenía un par de meses para darle a Justin algo que publicar. Ocho semanas para encontrar algo que la apartara de sus propias lágrimas. Mientras, fuera se comenzaban a oír los primeros sonidos de la noche, aquellos que en la ciudad solían traer a los fantasmas.