El sol de diciembre

Le gustaba quedarse quieto y dejar que el sol de diciembre, ese que te calma con su aliento cálido, le hiciera entornar los ojos y así, sin pensar apenas en nada, le daban las horas de comer sin haber hecho otra cosa que saludar a alguno de los vecinos del barrio. Se entretenía en enredar las nubes a su antojo desde el banco de cualquier parque (nunca demasiado lejos de la fuente) y observar la vitalidad de los niños que tropezaban y corrían como átomos a su antojo. A veces se quedaba bajo la lluvia y miraba hacia arriba abriendo la boca. Decía con pocas palabras que no necesitaba más agua que una planta y había algún crío que le creía y que tenía que sufrir la reprimenda de su madre por no querer beber agua en la comida. Otras veces se tumbaba en el césped y se le podía ver la tarde entera, a la sombra en verano y al sol en invierno, siempre al lado del árbol más viejo. Unos decían que había perdido la cabeza y otros que no tenía nada de tonto, pero unos y otros envidiaban en secreto el exquisito paladar de Don José para las cosas pequeñas. Alguna vez me había dado uno de esos caramelos suizos cremosos que, con la magia que tenían las cosas cuando era pequeño, me trasladaban a lugares remotos. Hoy me he sorprendido yendo al parque, como hacía cuando era pequeño, a pedirle uno de esos caramelos de envoltorio brillante.

La niña que fue

Los años habían hecho de su cara un laberinto de surcos en los que ya nadie quería perderse. Sus ojos, antaño vivos y expresivos, se volvieron acuosos y esquivos a fuerza de derramar lágrimas que nadie escuchaba. Su boca solía estar torcida en una mueca que apenas quería decir nada, pero que parecía ahogar continuamente un grito bajo el agua del rencor. Sus oídos ya no escuchaban, insensibles a lo ajeno, más que las letanías de sus propias quejas, anhelando los ecos de aquellos te necesito que tantas veces oyó de su boca.

Pero hoy se encuentra sola. Vive en un sitio y un tiempo que no le pertenecen, que se pierden cada noche en el olvido, para transformarse en amenaza al día siguiente. Incapaz de recordar su propio rostro, los de los demás se le antojan agresivos y se ha vuelto cada vez más desconfiada. El tiempo se encargó de cincelar en su frente arrugas como el pentagrama de una melodía decadente, ausente de notas. Ahoga el llanto cada vez que trata de evocar algún recuerdo, pero es un llanto sin sufrimiento, es tan sólo agotamiento. Mañana volverán a verla esos dos niños que bromean con ella y que, por unos instantes, hacen que la mueca de su boca se convierta en una sonrisa. Los olvida cada vez, pero la niña que fue le dice que no se burlan de ella, que hablan en serio cuando la llaman «abuela».