La playa entera en un beso

Se sentaba cada día en la puerta de su casa, llorosa, y veía llegar la tarde al amparo de un libro de tapas grises. Confundía con frecuencia por culpa de sus lágrimas los matices de los rostros de aquellos que pasaban por la calle, ajena a sonrisas cómplices y, de este modo, le llegaba la hora de dormir continuamente. Vivía en la anestesia del dolor de aquel que se niega a amar por miedo a sufrir, entornando los ojos, viendo atardeceres de colores vivos convertidos en películas mudas en blanco y negro.

Así, por delante de ella se arrastraban cada día momentos que dejaba derramarse por entre los dedos de sus manos callosas. Momentos que jamás volverían a convertir una playa entera en un beso. Y es a mí, de quien huía, a quien dejó escapar, a quien acabará comprendiendo demasiado tarde. Fugitiva e inerte para los abrazos que la arropaban y que podrían haber viajado con dulzura más allá de las emociones infantiles. Pero, a pesar de todo, se empeñó en soltar la mano de quien tenía la llave de su risa, confundida.

Se apoya con gesto cansado en el marco de la puerta y ya no es capaz de diferenciar el dolor de la alegría, dormida por evitar, por no padecer, por querer algo que tan solo está en su cabeza. A pesar de todo, el Universo gira deprisa y el tiempo, cómplice y sabio, hará de ella un reloj viejo que atrase las horas. Cuando se dé cuenta de que ha errado la dirección de las manecillas, de las personas. Cuando quiera verse reflejada en unas palabras que no irán destinadas ya para ella. Entonces querrá retroceder pero los otros habitarán ya la almohada de la que podía haber sido dueña. Y, en su confusión, querrá volver a sentir dentro del pecho la procesión de aquel hombre que hace unos años le dejó su cuerpo clavado como una astilla y que nunca salió de su cabeza. Y yo, testigo de piedra, tan solo podré describir la tristeza de ellos dos que, como una enredadera, devorará sus brazos que sueñan todavía con rodear de nuevo a aquel que la olvidó.

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