2:07

Pasaban siete minutos de las dos de la madrugada, como cada noche, cuando mi fantasma vino a verme. Se sentó a los pies de mi cama y me miró con ojos turbios, a veces sonreía. De su pelo lacio y enredado colgaban briznas de césped. Pero yo no tenía miedo. Conocía ya las gafas que, desde dentro de las sábanas, reflejaban sus párpados y le permitían ver algo mejor de lejos. Quedaba aún mucho para conocernos y, desde alguna parte de mi mente, llegaba hasta mí una melodía hermosa y un parche del color de la piel tostada que tapaba su ojo derecho. Y un burro como de algodón en mi cerebro, tú bien sabes de lo que hablo. Del cielo, inquieto, caían pesadas gotas que embarraban los cuerpos metálicos de los coches. Esa noche se despidió de mí y yo no quise llorar, su cuerpo menudo se alejó por la ventana entreabierta. Me levanté de la cama y me reflejé en el espejo del pasillo. No pude ver gran cosa, mis gafas dormían sobre la mesita de noche. Pero intuí entre mis cabellos, versos de hierba que rimaban con una de las estrellas que yo conocía de sobra. Eran, como poesía y tiempo, las dos y siete de la madrugada.

Gafas bifocales

Blanco, rumor de pasos, olor a desinfectante. Una mujer mayor acuna a un bebé y el murmullo de las conversaciones, como un mar adormecido, flota por las paredes y el techo. El suelo devuelve rotos los reflejos de los tubos fluorescentes y mis ojos, arroyo incansable, están húmedos desde poco después de despertarme. Chocan con mis pupilas las corbatas duras de gente que parece no enfermar, maletines y miradas huecas. Alguien que llama, alguien que se levanta y desaparece devorado por un pasillo recto y limpio, muy limpio. En una esquina, ignorado por todos, en pijama, volcado sobre un librito lleno de figuras, un niño permanece ajeno al teatro que lo rodea. Lleva gafas, seguramente para corregir el estrabismo que hace que mire la página equivocada mientras hace como que lee. Debe tener apenas dos años, quizás no sabe aún de las letras, pero recorre entusiasmado las lineas que quizás ve defectuosas. Demasiado pequeño para un sitio así, quisiera abrazarlo y leerle mientras tal vez se hace el dormido. Oler su pequeño perfume a colonia infantil, sentir la calidez de unos ojos que miran el mundo a través de unas gafas que le acompañarán de por vida. Y cuando alguien dice mi nombre y soy yo el que me levanto, el niño me mira y me da la mano, me acompaña por el pasillo limpio, desaparece conmigo ante un despacho adornado con láminas de anatomía. ¿Dónde está el niño que venía de mi mano? pregunto angustiado mirando a todas partes. Ha entrado usted solo, contesta cansado el médico que se refleja en el cristal de mis gafas bifocales.

Las cenizas

Le enseñaron desde pequeño a golpear primero, a poner su pie vencedor sobre el pecho del vencido. No importaba la envergadura de su rival, lo importante era ver su cara aplastada contra el suelo, dura y brillante por los golpes y la sangre de su violencia. Le enseñaron a no mirar hacia abajo más de lo necesario y a alzar su puño victorioso ante los gritos exaltados de sus amigos, admiración de animales a los que les enseñaron a ser ciegos al dolor de los cuerpos inertes en tierra.

Aprendió rápido que quedarse inmóvil significa la derrota y que las palabras sobran donde la fuerza puede imponer su reinado. Vencer lo es todo, no eres nadie si escuchas a los que tratan de inculcarte ideas de convivencia y respeto. El único respeto es el del rival que es más fuerte que tú mismo y que consigue derribarte. El que te hace sangrar hasta que dentro de ti crece el sentimiento de derrota primero y más tarde el deseo de revancha que te palpitará en las sienes.

Levántate y pelea. Compite con el resto. Trata de ser más fuerte. No deben importarte los medios, tan sólo vence. Si te tumban, levántate sobre tus cenizas y esparce el eco de tu odio hacia los cuatro rincones que marcan las reglas del juego. Debes destruir y no pensar y focalizar tu odio en el siguiente golpe. Todo aquello que te hace enfurecer está en este momento en el rostro de quien tienes delante. Lo ves en la televisión todos los días, lo ves en tus videojuegos, lo rozas cada vez que por la calle ves cómo la policía detiene a uno de los tuyos.

Tratarán de alejarte del camino correcto, el único, de aquel que ves en el espejo cuando ves tu cara hinchada y deformada por los golpes que entumecen tus párpados. No debes bajar la guardia, has de ser el último que quede en pie, no lo olvides jamás. Un día no quedará ni un sólo rival que pueda levantarse del suelo y los que queden a tu lado te admirarán, te temerán, te odiarán en silencio ocultos tras el rostro de la lisonja. Pero no olvides nunca que tú recibes los golpes por ellos y que son tus cenizas las que volarán al antojo del viento cuando tú ya no estés, esparciendo los ecos del odio y el desencanto y que esas mismas cenizas alimentarán el odio de otros, para que este espectáculo se prolongue hasta que el telón caiga sobre los ojos de todos los que quedaron de pie.

4:55

Abrió los ojos de golpe, como si los párpados hubieran cobrado vida propia. Se incorporó en la cama y trató de recuperar el aliento mientras su mente agitada volvía a la serenidad del silencio de la noche . Se giró instintivamente hacia el reloj: cinco menos cinco de la madrugada. Temblando, se sumergió de nuevo entre las sábanas empapadas aún de los lodos del duermevela.

Como cada noche desde hacía varios meses le fue imposible volver a conciliar el sueño. Invariablemente noche tras noche se despertaba aterrorizado a la misma hora exacta: las cinco menos cinco y, angustiado y con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, pasaba el resto de la noche acompañado de la desagradable sensación de que los ecos oníricos de su pesadilla invadían cada vez con más fuerza sus horas de vigilia.

En su pesadilla, despertaba de un sueño en mitad de la noche y encontraba a un niño a los pies de su cama. Los ojos del niño, inmóviles, lo escrutaban hasta helarle la sangre y lo paralizaban haciéndole imposible gritar o moverse. Eran ojos viejos, muertos en cientos de disputas, secos de derramar lágrimas de miedo. Lo miraban desde la ceguera y el frío del que no comprende, del que busca ayuda, del que sufre.

La cama se alejaba del dormitorio y el niño desaparecía en la espesura de un bosque que invadía la estancia. Trataba de perseguirlo pero se daba cuenta de que lo tenía detrás y de que el perseguido era él. Entonces comenzaba a correr sobre el suelo pantanoso y los ecos de las pisadas detrás de él se iban haciendo cada vez más atronadoras. Caía, siempre caía al suelo, se arrastraba, reptaba y trababa de levantarse inutilmente. El niño de los ojos vacíos lo acabaría alcanzando, se llevaría su alma, vaciaría sus ojos también…

En ese momento despertaba, cinco menos cinco de la madrugada. La imagen del niño desaparecía de sus retinas, pero no sus ojos. Seguía viéndolos después de despertar y sabía que le seguían mirando. Pasaba el resto de la noche atravesado por esa anormal presencia deseando que despuntara el día, agotado.

4:55 Decidió salir de la cama a tomar una infusión y, con la piel erizada, se levantó y caminó hacia la cocina.                                            La casa olía a hierba mojada y sus pisadas sonaban a hoja seca y rama partida.                                                     Lentamente se aproximó al salón y, en el más espeso de los silencios, encendió la luz.                                  Nada sucedió,    oscuridad.                  La luz se negó esta vez a protegerle.

4:56 Cerró los ojos con fuerza, con esa fuerza sobrenatural del que teme ver algo a través de los párpados. Supo, sin ver, lo que no habria visto sin saber. Intuyó los ojos del niño en su despertar, blancos, opacos y supo el desenlace.                                           Una mano fría asió la suya y lo fue aproximando a la negrura, no trató de escaparse.                   Unos ojos lo atravesaron y se instalaron en los suyos, para siempre, abrazo eterno.

4:57 Lo sé, no he muerto. Se han mezclado en mi interior el día y la noche, los susurros y los gritos, la luz y la oscuridad. Las horas se hacen densas en la espera de mi turno, he perdido mi mirada, estoy ciego. Apenas distingo lo que tengo delante de mí, no puedo describirte. Pero sé que estás ahí, mi sangre se detiene, me has encontrado. Ahora es el turno de la noche, que transcurrirá impasible hasta que encuentre la ilusión y la risa, el aire limpio del otoño y tus ojos pardos, inmensos.

Tu risa salvadora me devolverá a la cama y serán las cinco menos cuatro minutos, menos tres, menos dos… tu cabello moreno me acariciará los párpados y sabré que has venido para quedarte. Tus manos, que me recorrieron tantas veces en la distancia, estarán jugando con las mías y tu historia se escribirá en cada una de mis hojas. Me bañaré en tus ojos una y otra vez hasta que alejes el fantasma del niño que sufre en mi interior.

8:26 Me despierto, estás a mi lado. Oigo tu respiración, pronuncio tu nombre tal y como lo ensalzó Bizet y me entrego. Te beso, me duermo. Te quiero.