Ya le llamaremos

Hoy he tenido una entrevista de trabajo. Mi entrevistadora era zurda, llevaba gafas tipo años sesenta y tenía unos ojos claros que miraban mi currículum (sobre la mesa) y a mí con gesto estudiado. Bien. Me pongo nervioso los momentos antes de entrar a este tipo de escenarios, pero luego me suelto y ya muestro aplomo y serenidad. Muy bien. Experiencia. Pues no. Dice aquí (me habla de usted) que tiene un título de, que ha trabajado de, que habla esto y aquello, que tiene vehículo propio y un curso de. Eso sí, me afano en contestar con mi mejor sonrisa, tengo coche. Quizás sea lo único en lo que no estoy dejando de ser sincero. Puede que cuando salga de la entrevista me hayan robado el coche y esta expresión sea también falsa. Bueno. A los pocos minutos intuyo el final de la entrevista. Me parece que no estoy preparado para oír lo de «ya le llamaremos» (también de usted, hurgando en mis cuarenta y tantos y en las canas de mi barba). Todo está muy callado en esta empresa, tiene algo de desinfectante y de silencio. Observo. Pero ya se ha acabado mi tiempo. Nos levantamos. La entrevistadora y yo dudamos entre darnos la mano o dos besos. Dos besos. Quizás me iría mejor con ella delante de unos Gin tonics. Bueno, al menos ya sé que tiene mi teléfono, pienso mientras la puerta acristalada se cierra definitivamente para mí a mis espaldas.

El muerto equivocado

Encontré en Infojobs aquel trabajo en la funeraria. Hacía turnos rotatorios y, por Navidad, me daban una caja (con comida). Mis compañeros eran un grupo de calvos cenicientos que hacían bromas de todo tipo mientras vestían y acicalaban los cadáveres. Por las noches, al principio, solía escuchar movimientos en la sala donde guardábamos los féretros pero jamás me atreví a abrir ninguno de ellos. Qué se yo, manías de hombre miedoso. Alguna vez los muertos salían trastocados y acababan en los velatorios equivocados. No era dejadez, era tan solo un exceso de trabajo que hacía que aceleráramos el proceso de colocar los cuerpos en los lugares apropiados. Y me daba por pensar en lo sorprendidos que resultarían Ellos cuando gente desconocida les llorara. Pero nunca ninguno vino a reclamarnos. Hoy ha venido mi jefe a despedirme y a mí no se me ha ocurrido otra cosa que echarme a llorar. Me da pereza explicar en entrevistas anodinas que los muertos se movían en sus cajas por la noche, que son hermosos en su quietud, que voy a echar de menos sus caras serias, sus sonrisas contenidas. Y yo lloré entonces por tantos que vi durmiendo, por los muertos equivocados.

La vida del revés

Un día amanecí siendo zurdo. Y, de repente, las cosas se me antojaron en espejo. Volvía del revés los pomos de las puertas y las tijeras ya no cortaban el papel, si no que lo hacían cicatrizar. Tus besos ya no eran tus besos sino llamadas de atención con el chasquear de tu lengua. Los mismos besos que seguían siendo diestros, en el mundo gobernado por mi mano derecha. Puertas y utensilios se volvieron objetos insidiosos que tramaban venganzas contra mí. Me golpearon, me arañaron, susurraron mi incapacidad. Mi lado derecho, emocional y romántico, fue poco a poco ahogado por el opuesto, racional y matemático. En algunas personas, es cierto, la proporción es la contraria. Mis abrazos se volvieron zurdos. Las palabras me convirtieron en un buen hombre que decidió, del revés, como un conjuro, no esperarte nunca más.

Los locos

El mar arrasó los muros de los manicomios y los locos, tímidos al principio, descarados al fin, salieron en tropel a las calles del mundo. Se vio a una de las enfermeras bailar con uno de ellos, hay quien dice que llegaron a besarse. Otra loca se enamoró y lo contó en bellos poemas a un hombre de traje y corbata. Los vi volar desde el tejado de madera, querer salvar el planeta, emocionarse con un músico callejero. Salieron y contagiaron su locura a todos aquellos con los que se encontraron. Uno que se topó con ellos enfermó de amor y tuvieron que darle sales para reanimarlo. Hay quien vio dos personas (locos y cuerdos mezclados ya) abrazarse durante horas, con sus relojes de muñeca tirados en cualquier parte. Hicieron el amor sin esconderse, besaron y, en definitiva, rieron. Así se llenó de locos el mundo y ya no hizo falta explicar las locuras ni hacerlo en secreto. Porque en la locura no es necesario justificarse ni cabe el prejuicio. Mientras, a toda prisa, la Gente Gris se afana en levantar de nuevo los tabiques de hormigón, temerosos del contagio, de ser felices, de vivir de corazón, en ciudades verdes y cielos violetas. Corre y vive mientras los locos caminen libres. Cuando te des cuenta y ya ames sin medida, serás uno de ellos.

Camino de vuelta

Lo mágico de visitar un sitio es no encontrar el camino para volver. O encontrar el motivo para quedarse allá donde el tren nos posó como gatos que trepan a un árbol y tienen miedo de bajar. He visitado lugares que tan solo tenían sentido por las personas que los habitaban. O quizás sea esa la única razón honesta para viajar, perderse entre la gente más que entre monumentos.

Vir me miraba desde su propio reflejo sobre la ventana cerrada. Puede que sonriera. Estábamos aún desnudos. Yo solía visitarla a aquella habitación de la avenida de Blasco Ibáñez. Pasábamos la mayor parte de los días allí encerrados, leyendo periódicos atrasados, haciendo el amor y comiendo las provisiones que subiéramos por los tres pisos sin ascensor el primer día. Esa tarde estaba especialmente hermosa y yo me entretenía en desordenarle los cabellos castaños mientras ella contestaba distraída algún mensaje en su teléfono.

– ¿Con quién hablas, Vir? -le dije con un impostado tono de celos.

Ella me hizo un gesto con la mano, con algo de cansancio, suspiró y dijo «ya». Se giró hacia mí pero no sonrió. O no me pareció que lo hiciera.

– ¿Tenés hambre? -me dijo con acento porteño, acariciándome la barba de tres días.

Cerré los ojos y al abrirlos Vir ya no estaba. O quizás estábamos allí ambos en su habitación. Pero yo ya no la veía. Yo no había sabido encontrar el camino de vuelta hasta ella o tal vez los tres pisos ya eran demasiado para nuestras cansadas almas. Volví a cerrar los ojos con fuerza pero al abrirlos únicamente pude ver su reflejo atenuado en el cristal de la ventana. Era ella, más nítida que hacía unos instantes. Me sonreía. Y yo no volví a visitarla.

Ténzaje

Estaba hoy en la sala de espera de algo. De un hálito de vida, tal vez, que uniera nuestros cuerpos, así como el tiempo unió nuestras mentes. Repetía yo tu nombre hasta que acababa teniendo sentido: Ténzaje. Como esa especie de sortilegio que hará que aparezcas directamente en mi casa. Porque la impaciencia es una hiena que me devora por los pies.
Tú me dices que los evite, que me aleje de los que llevan relojes. Porque es una trampa. Y que así encontraré eso que me acercará a la poesía de tus vértebras, a ese querer dormir día tras día para que el tiempo desaparezca como este siglo nos robó el invierno.
Rechazas la tercera cerveza. Me miras desde el otro lado mientras enciendes, distraída, otro cigarrillo. Desde esta parte del cristal fumar está prohibido. Estoy cansado de visitarte a esta cárcel que es el vidrio de mi teléfono móvil. Tú sigues presa a pesar de mis esfuerzos. Que no depende esto de abogados con zapatillas de deporte. Modernos, pero que desconocen las maravillas de la distancia. ¿Qué tienes hoy, amor? Te noto ausente. Es que hoy no estoy aquí, contesto, mientras doy un trago a mi cerveza sin alcohol, pero rubia.
Me hace feliz, sin embargo, tener tu imagen congelada en la primera sonrisa de la mañana. Esa que me has dedicado mientras estabas aún en pijama. Con los niños ya despiertos. Allí donde la Tierra es redonda. Te llamo y tardas unas horas en acudir. Te busco y el cristal está frío.
Este domingo me robó las ansias de encontrar trabajo y voy a dejarme llevar cuesta abajo. Con la sangre en la cabeza y sin quejas. Quizás llegues a leer todas mis cartas y puedas encontrarme donde yo ahora me pierdo. Y le robes a mi muñeca nueve horas, que fueron ellos, los de los relojes, los que me traicionaron. Que fueron ellos, Ténzaje, los que no pudieron arrebatarme las ganas de tenerte.