En mi ventana

Hay un grillo debajo de mi ventana desde hace unas noches. Que me cuenta cuentos para que me duerma. Aún flota el eco en la casa de la última vez que cerraste la puerta. Si miro por la cerradura aún puedo ver tu vestido corto de flores, el que siempre quise regalarte. Pero no fui yo. Hay un grifo que gotea horas en que miro mi teléfono en silencio y no hay rastro de tus saludos. Lleno la tarde de esto y de lo otro, de paréntesis que no me atrevo a cerrar, de gente que no tiene tu nombre de salitre, de meriendas parcas, de huesos en el corazón. Como un diente de león que se desmiembra pero que no derrama lágrimas. Hay un agujero en la pared por el que se escapa lo que siento, por el que podrías verme desnudo desde mi interior. Pero no te asomas. Es mi ventana, mi puerta, tu lejanía, tu sonrisa clavada en los bordes de mi cama. Eres tú y no lo eres al mismo tiempo. Pudiera escribir miles de libros con tan solo un hola. Pero tú, maldito este silencio, no te asomas.

Soledades

En casa de P. hay un cuchillo que no corta y un colador de pasta que se queja. Hay un suspiro en el primer cajón del recibidor que sale a pasear cuando lo abre para coger las llaves. Y una ventana medio abierta o medio cerrada por la que por no entrar no entra ni el aire. Es P. de coleccionar cualquier cosa: Colecciona marcapáginas y postales y soledades y rechazos. Tiene una cama que valdría para tres pero en la que se pierde él solo en el eco de las noches de verano, desnudo y empapado. Hay una puerta que se abre sola, por la que debe pasear el fantasma de las veces que pudo ser y no fue. El suelo cruje, el techo cada vez está más alto y eso hace que su nombre rebote hasta el infinito por las paredes enlucidas de naranja. En el mueble del comedor hay una botella de ron añejo a la que tan solo le falta el contenido de una copa. De aquella noche en que alguien le arañó la espalda. De entonces hay en la cómoda una caja con preservativos a punto de caducar. P. fija las sillas al suelo para que no salgan al galope cuando se encuentra descompuesto. Un cuadro con una foto manida en blanco y negro del perfil de Manhattan; un beso fantasmal en la cocina; un alma que se aleja. Es P. propenso al desengaño, a decir lo primero que siente, a no estar precavido. Y a repetir la estructura de sus párrafos para que la vida no le pille por sorpresa mientras llora un poco por la cebolla y un poco por sus cosas. En un delirio de soledades sin tristeza, de esperanzas que lo recorren como venas.

Imagen: Pixabay

Silvana

La había soñado tan dulce y tan cerca de mí aquella noche, que me pareció verosímil el verla flotando en mi ventana, a ocho pisos de altura. Llevaba sus gafas de leer y un sombrero de ala ancha que le recogía el pelo rubio en un gracioso contraste de lineas curvas y rectas. Un aro colgaba de un collar finísimo que contaba secretos jóvenes a mis oídos maduros. Silvana me había visitado otras noches, pero aquella mañana se aferraba al vacío de la fachada con un sol cristalino de noviembre tras ella, con una mirada de mujer escondida en sus rasgos perfectos, con un ayer en su chaqueta y una partitura de piano oculta en un bolso que yo no podía apreciar desde donde me encontraba. Silvana, guardiana de los bosques, trajo aquella mañana el olor de la tierra húmeda que entró rompiendo el cristal de la ventana, impaciente y frío. Me incorporé e intenté acercar mis labios a los suyos, cogerle la mano, perseguir su cuello. Pero me encontré enredado en las sábanas, solo, con su nombre pegado aún a la yema de mis dedos. Desperté por segunda vez aquel lunes y de la calle llegó el rumor desalmado de los autobuses, el pentagrama de viento que me recordaba que Silvana, a pesar de todo, a pesar de que me empeñe en escribirla en mis cuadernos, no existe. O está flotando en cualquier ventana del mundo, al alcance de versos de hombres como yo pero de los que, de alguna manera, ella no escapa cuando, en una sinfonía de párpados que se abrazan, abren los ojos.

Ventanas siamesas

Por los ojos entreabiertos, o algo entornados, de las fachadas, las siluetas indiscretas de solitarios y familias se colaban en la calle. Y volcaban sobre las aceras historias inciertas de gente que espera, de mujeres con los ojos hinchados de llorar, de hombres elegantes que leen hasta que los libros se les rinden sobre el pecho. Casas que desvelaban secretos a esa hora de la mañana y que coqueteaban con mi curiosidad insana tras la persiana que esconde mis noches de insomnio. Mi mirada solía detenerse demasiado en el tercer piso a la izquierda, donde colgaban indiscretas prendas que decían cosas de los hábitos de Laura. Aún no estaba levantada o aún no se había aproximado a ese cristal que me hacía poseerla de algún modo enfermizo. Nos conocíamos desde pequeños, pero mi sordera nos había alejado desde entonces (Laura no tenía paciencia para las relaciones y yo me suelo cobijar en mi silencio). Pero ella no apareció aquella mañana, ni las luces de su casa se encendieron la noche que vino después (ni ninguna más). A primera hora de la madrugada contemplé las silenciosas sirenas y luces de la ambulancia que se la llevó de nuestra calle. Alguien me apartó con dulzura de la ventana y me acercó una pastilla para que pudiera dormir. El resto de la noche, entre sueños espesos, oí por primera vez la voz de Laura y nos pedimos perdón, y nos besamos, y al fin nuestras vidas parpadearon más allá de nuestras ventanas siamesas.

Por ahora…

solventana

Escondido tras los lengüetazos de sol en la ventana me acerco a esta otra parte de tu alma. Abro el libro por cualquier página y tu nombre aparece dulce y bien trazado. De nuevo guías mis azarosos renglones y me acaricias con tu forma de ver las cosas, siempre limpia, a veces susurrante.

Te buscaré una y otra vez entre nubes de tardanza, acostumbrada en tus sueños a hacer las cosas despacio, a tu modo. Ese modo que me impacienta y que me hace moverme en la cama mientras te imagino a mi lado en esas mañanas como de mármol.

Mientras tanto tu casa me sirve de refugio y, aunque podría, no quiero escaparme. Quiero ser atrapado una y otra vez en las redes de tu reloj y perder la consciencia arropado por tus sábanas. Quiero, pero no puedo, escalar montañas al amanecer y dejarme caer entre las nubes de una ilusión que muere cada tarde. Tú me acercarás a lo más alto y me ayudarás a subir peldaño a peldaño la escalera de lo inimaginable. Al menos para nuestros párpados, al menos por ahora.