Náufragos

Como el modo en que el mar escupe náufragos. Así quedó mi orilla: esparcida de cuerpos sordos. De todas las soledades yo escogí la más dolorosa: esa que es ausencia de compañía, estrago de muerte. El saber que quizás todo anda cerca y no poder extender la mano. Por dulzura de las sombras. Por el sabor de la arena. El querer morir en algún momento de la noche y que suene a golpes la alarma del teléfono a la mañana siguiente. Solo. Y mi playa huérfana de saludos, tan solo imágenes de gente que ni existe. De otoños, de senderos húmedos de lluvia, de viento que arranca las últimas notas quedas al piano. La vibración de gargantas que claman amor y no encuentran más que nombres figurados. Caminos mojados de palabras que se fugan hacia el este. Entre ellas un te echo de menos, un si vives en alguna parte mándame una señal. Y suena en ese momento una canción que no recuerdo dónde aprendí pero que huele a nuestro noviembre.

Verbos de la primera

Juegan a conjugar verbos de la primera. A perseguirse como extraños conocidos, como cremalleras abiertas. Y resbalan despacio, se juntan y se alejan, mientras lamen el camino. Escapan en planetas que son fronteras, que se atreven a acercarse, haciendo caso omiso de las órbitas que les ordenan. Que les ordenan abandonar al otro, ser de nuevo dos. Descienden y descienden y se besan y se besan. Caricia húmeda de sabor dulce. Se resisten a desaparecer, a morirse. Juegan a conjugar también verbos de la segunda. Juegan a creerse cerca y crecer cuando se unen al otro apenas un par de horas y son agua que se subleva. Se persiguen, juegan.

Condición Santana

Un café caliente y negro como el infierno. Una fina y persistente lluvia dentro de mí y tú mi paraguas. O bajar hasta el fondo de noviembre y mirar turbio hacia la superficie mojada. Días de relojes reparados, de golpes en la boca, de caminar desnudos por el centro de Valencia, mojándonos despacio. Toda esa basura que trae el viento a tus paredes. Condición Santana. Un abrigo compartido y tú a cubierto dentro de mi abrazo. O subir hasta las doce de la noche -nueve horas menos- de diciembre con el alma entornada. Un cielo derramándose marrón de lodo. Sobrevivir al eterno sueño llovido, muerto y no estrenado. Un barco oscuro llegando a tierra y dentro, bajo el eco de esos mismos paraguas, nadie.

Noviembre

Sus brazos, como ramas de árbol, me rodean y me hacen sentir tan pequeña. Pasamos las horas poniendo nombre a los árboles de Blasco Ibáñez y muchachas demasiado abrigadas para la fecha nos miran con desgana. Paraguas improvisados, rotos, demacrados, bailan por las aceras y yo me veo la cara en alguno de los charcos. Después me entretengo en tirar piedras pequeñas al agua y mi cara se deforma y yo me río. Y le digo: Jorge, dime otra vez eso que tanto te gusta de mí. Sus ojos, como arroyos crecidos por las lluvias, derraman su celeste sobre los míos, que no son tan bonitos y que a veces miran algo tristes. Me gustas cuando miras hacia arriba y piensas y parece que no encuentras los pensamientos. Y yo río, él me abraza, puedo sentir el perfume de su piel y de colonia, que se clava en mi memoria y que se queda ahí, acompañándome, para siempre. Desde que lo conozco los árboles no son árboles y los trenes no son trenes. Ha llegado noviembre y él ahora duerme con la cabeza apoyada en mis piernas, así que guardaré silencio, por si alguno de mis pensamientos lo roza y se despierta.