En segunda persona

 Tengo inicios de historias esparcidos por toda la casa. Las escribo en el estado semionírico que me produce la lírica de los versos, llevado por oleadas surrealistas que me abordan normalmente de madrugada. Es en esas horas inciertas cuando mi bipolaridad ataca; ese duermevela que apenas rompe los sonidos pausados que vienen de la calle. Es mi autobiografía dibujada por trazos burdos e insomnes en los que se puede ver mi impaciencia y mi falta de estilo.

Es la misma canción en diferentes momentos la que hace callar las voces que habitan de manera ilegal mi mente. Como una especie de migrantes de otros planos que se instalan para contarme, todos a la vez, sus leyendas urbanas. Ocupas de parcelas abandonadas de mi cabeza que revientan las cerraduras de mi pensamiento lógico. A pesar de todo espero coincidir, aunque sea estrellándome, contigo:

Poder expresar los párrafos no escritos y que entiendas mis silencios a millares. Compartir contigo un libro diferente, que nos haga cómplices. Que comprendas que albergo cientos de incógnitas que jamás podré despejar sin tu ayuda. Aunque te tenga delante y pretenda atravesar el cristal tibio de las gafas empañadas. Aunque tal vez todavía no tengas nombre por el que pueda reclamarte en sueños.

Será al alba cuando me despierte con el aullido de tu perfume en mi cama y pueda decir que, al menos durante las noches, habitas mis rincones más secretos. Dejándome llevar por tu risa y tu pelo lacio. Por las veces que tendré que callar que anhelo tus besos, que me roces con tus pestañas, que atravieses las nubes de litio y perfores con tu sonrisa los momentos en que intuyo podré abrazarte sin pagar el peaje cruel de la cordura, de la nostalgia, de la mímica del amor. Resignado para siempre a no tenerte en mis momentos de euforia desfasada y a perderte cuando la riada de la nostalgia arrastre tu mirada hasta el borde mismo del mar turquesa que es tu olvido.

Imagen de Khusen Rustamov en Pixabay

2:07

Pasaban siete minutos de las dos de la madrugada, como cada noche, cuando mi fantasma vino a verme. Se sentó a los pies de mi cama y me miró con ojos turbios, a veces sonreía. De su pelo lacio y enredado colgaban briznas de césped. Pero yo no tenía miedo. Conocía ya las gafas que, desde dentro de las sábanas, reflejaban sus párpados y le permitían ver algo mejor de lejos. Quedaba aún mucho para conocernos y, desde alguna parte de mi mente, llegaba hasta mí una melodía hermosa y un parche del color de la piel tostada que tapaba su ojo derecho. Y un burro como de algodón en mi cerebro, tú bien sabes de lo que hablo. Del cielo, inquieto, caían pesadas gotas que embarraban los cuerpos metálicos de los coches. Esa noche se despidió de mí y yo no quise llorar, su cuerpo menudo se alejó por la ventana entreabierta. Me levanté de la cama y me reflejé en el espejo del pasillo. No pude ver gran cosa, mis gafas dormían sobre la mesita de noche. Pero intuí entre mis cabellos, versos de hierba que rimaban con una de las estrellas que yo conocía de sobra. Eran, como poesía y tiempo, las dos y siete de la madrugada.

Gafas bifocales

Blanco, rumor de pasos, olor a desinfectante. Una mujer mayor acuna a un bebé y el murmullo de las conversaciones, como un mar adormecido, flota por las paredes y el techo. El suelo devuelve rotos los reflejos de los tubos fluorescentes y mis ojos, arroyo incansable, están húmedos desde poco después de despertarme. Chocan con mis pupilas las corbatas duras de gente que parece no enfermar, maletines y miradas huecas. Alguien que llama, alguien que se levanta y desaparece devorado por un pasillo recto y limpio, muy limpio. En una esquina, ignorado por todos, en pijama, volcado sobre un librito lleno de figuras, un niño permanece ajeno al teatro que lo rodea. Lleva gafas, seguramente para corregir el estrabismo que hace que mire la página equivocada mientras hace como que lee. Debe tener apenas dos años, quizás no sabe aún de las letras, pero recorre entusiasmado las lineas que quizás ve defectuosas. Demasiado pequeño para un sitio así, quisiera abrazarlo y leerle mientras tal vez se hace el dormido. Oler su pequeño perfume a colonia infantil, sentir la calidez de unos ojos que miran el mundo a través de unas gafas que le acompañarán de por vida. Y cuando alguien dice mi nombre y soy yo el que me levanto, el niño me mira y me da la mano, me acompaña por el pasillo limpio, desaparece conmigo ante un despacho adornado con láminas de anatomía. ¿Dónde está el niño que venía de mi mano? pregunto angustiado mirando a todas partes. Ha entrado usted solo, contesta cansado el médico que se refleja en el cristal de mis gafas bifocales.