El abrazo infinito

Hubiese podido escribir cientos de páginas sobre su estupidez. Podría haber derramado renglones sobre renglones en papel virgen tan solo para hacerla parecer malvada, simple, ajena a mí. Para aliviar de alguna manera aquel golpe tan manido, aquella excusa miserable para dejar que el silencio, como la hiedra, se apoderara de nuestro momento (tan breve, por otra parte). Algo insignificante, si se piensa. Algo endeble y que apenas se sostiene, su criterio.

Seguro que has conocido a alguien para quien lo importante es el grosor de los libros y no su contenido. Que da valor a lo físico y se lo quita a lo realmente importante. Que abandona antes de empezar y se vanagloria de su simpleza. Por eso, ocho líneas son suficientes para describir tan poca cosa.

Existen, por el contrario, personas para las que lo importante es la tibieza del trato. El respeto, la cortesía, el descaro y la risa. El susurro más cálido cuando algo te ha hecho daño. El abrazo, la caricia, ese recorrer tus heridas con las yemas de los dedos dibujando tranquilidad con cada trazo. La complicidad, el preocuparse de los problemas del otro, el tratarlo como alguien completo y no como la mitad de algo insignificante. Seguro que has conocido este segundo tipo de personas, las que hay que arropar con amor y cuidar en su excepcionalidad.

Por eso te elijo a diario, te busco, te prefiero. Por eso formas parte indispensable de mi vida. Aunque estés lejos, aunque algo se empeñe en separarnos. Es saber que somos amigos a pesar de todo y que esa es la forma más perfecta que hemos encontrado de entregarnos al compañero de camino. Sin que seamos propiedad el uno del otro, sin que nuestras diferencias nos hagan extraños. Siento que puedo contar contigo porque no eres de aquel tipo de personas, sino de las que me miran como si fuéramos ciegos, de las que me escuchan con atención a pesar de que a menudo diga cosas sin importancia. Por eso doy gracias, porque sé que no me soltarás la mano hasta el final y nunca me dejarás caer otra vez. Y espero con impaciencia nuestro próximo abrazo infinito, ese que selle nuestras cicatrices y nos haga cada vez más fuertes cuando el oleaje de la vida amenace con hacernos zozobrar y todo parezca sombra a nuestro alrededor.

Espejos

Dices que te muestras tan solo en la oscuridad de la noche. Tan solo cuando las farolas apuntan sus sombras sobre las aceras y los últimos mendigos duermen sobre cartones helados como lápidas. Me dejas rastros de tus buenas intenciones que hacen que me sienta vivo, que sienta que algo de esto tiene sentido pero te olvidas siempre de ti. Olvidas que es tan hermosa tu forma de mirar como tu cuerpo imperfecto. Que haces que tu alrededor lata como late tu pecho, que nos contagias de tu alegría sureña y que te haces imprescindible detrás de aquella puerta. Y estoy convencido de que sus besos encontrarán tus besos y sus amaneceres lo tuyos, de nuevo. Ojalá los golpes no logren cambiarte y que las cicatrices te hagan más sabia. Yo me comprometo a derramar algo de poesía y a abrazarte cuando sentir la vida duela. Esta noche, cuando todo el mundo imposte carcajadas, recuerda que has llegado para quedarte y que los espejos serán nuestros cómplices y sellarán con sus miradas plateadas nuestra amistad. En gestos y palabras susurradas que tan solo tú entiendes.

Imagen Pixabay

Dos abejas o alguien en la ventana

Eran amigos, o algo parecido. Se acostaban juntos y se levantaban separados, seccionados por la mitad del colchón que dividía con una línea helada sus dos mundos paralelos. Soñaban cosas parecidas pero desayunaban alejados, con conversaciones templadas que acababan en las estanterías de pladur que adornaban la pared principal del comedor. No había palabras cariñosas, aunque sí puntos suspensivos que acababan en rimas asonantes, bosques a través de los vidrios, cielos que entraban por la chimenea del salón. Acentos ancestrales que elevaban la magia de no ser nada a la categoría de ser algo. Una campana pequeña golpea en alguna parte el cristal de la ventana y ahí está una sola de sus frases. Incitando, invitando, inventando. Llevándolos bajo la lluvia fina de campos empapados y aroma de tierra mojada. Piedra y un manto de hojas y ambos desaparecen. Y otros llegan y los interrumpen, y las palabras quedan en la punta de los dedos. Amigos, dos abejas y alguien que canta en la ducha, ajeno a todo, en el piso de arriba de su casa tan pequeña.

Libros

Un rayo de sol, atrevido, recorría el salón de punta a punta, sin calentar, tan sólo haciendo acto de presencia. Unas motas de polvo se colaban por la ventana y flotaban en la estancia dejando un halo de puntos suspensivos que adornaban el aire. Él trataba de sacar algo positivo de todo aquello, algo tendría que haber de hermoso en un sol que se atrevía a entrar con ese desparpajo en la casa. En ese instante, el rayo de sol señalaba un libro de la estantería y él, por puro aburrimiento, fue a ver de cuál se trataba. Y de este modo cayó de nuevo en sus manos una historia que había leído hacía muchos años. No recordaba bien el argumento, pero en la primera página había una dedicatoria. Leyó los primeros renglones y lo volvió a dejar en la estantería, donde cayó de nuevo en el olvido de los libros ya leídos. Y tuvo un pensamiento para las personas que habían pasado por su vida y que ahora ocupaban la estantería de sus recuerdos. Se quedó un instante pensativo delante de la librería y después cogió de nuevo el libro y se sentó en el sillón con él en las manos. Leyó de nuevo párrafos conocidos, se volvió a sumergir en la historia y volvió a revivir los momentos como ya hiciera en su día. Pasó gran parte del día leyendo, cuando acabó dejó de nuevo el libro en la estantería y, con una sonrisa en los labios, cogió el teléfono y llamó a su amigo, el que le había regalado el libro. Hacía un par de años que no sabía de él. Sólo unos instantes de conversación bastaron para que quedaran reducidos a apenas un par de horas. Y había estado todo ese tiempo esperando escondido en la estantería. Sólo había que alargar la mano y abrirlo de nuevo. Los libros, como algunas personas, son fieles y saben esperar sin reproches. Ese día un rayo de sol fue el culpable de que él se diera cuenta de ello.