Celeste mar

Encontraba el placer de lanzarse al vacío cada vez que la ocasión lo requería. Vivía de manera sencilla, apenas necesitaba nada para vivir, pero las cosas esenciales no faltaban en su día a día y le costaba poco conseguirlas. Su bonita melena rubia clareaba al primer sol de mayo en la playa, mientras en la radio sonaba una canción con tintes veraniegos. La gente solía encontrar problemas para entender su forma de ver la vida y caía muchas veces en la envidia o la más completa incomprensión. Pero a ella, tanto a una como a la otra les ofrecía su mejor cara y apenas la rozaban. Fueron sus ojos celeste mar los que me enamoraron o fue su piel pálida con algo de sol en los hombros con algunas pecas los que me llevaron a su particular paraíso. Tuve que abandonarme a sus melodías cadenciosas y lanzarme yo también a las aguas cristalinas de la sinceridad y la vida sencilla. Ahora la veo corriendo por la orilla con los cabellos mojados de agua salada y siento deseos de hacerla mía allí mismo, incauto y pensando que no puede ser verdad que exista una criatura como ella. Quizás mañana se esfume con el amanecer de esta playa que ahora nos hace cómplices. Y el sol será el único testigo de las caricias que nos regalamos en la arena. Ojalá los tintes rojos del alba dejen en mí el recuerdo de cada instante pasado a  su lado. Como si se tratara tan sólo de un sueño de siesta y toalla. Pero ahora la tengo cerca y puedo sumergirme en su mirada celeste. Mañana da un poco lo mismo.

Reencuentro

Desde hace unos días coger el cercanías no era lo mismo. Ni acudir al trabajo, que se había convertido en un castigo diario impuesto, tenía los mismo colores de hace un par de semanas. Miraba alegre por las ventanas, incluso cuando el tren llegaba abarrotado de caras soñolientas y con tintes amargos. El trayecto se le antojaba eterno, deseando llegar a la oficina el primero, con esa única razón: verla entrar por la puerta de cristal, oír sus tacones, escuchar su buenos días dejado caer a la recepcionista. Había querido el azar que volvieran a coincidir y en él se habían despertado los mismos acordes de entonces. Se dio cuenta de que nunca había dejado de sentirse atraído por ella y le quemaba el no saber si el sentimiento era mutuo. Inma había sido correcta y amable con él, pero no se podía decir que hubiera mostrado mucho entusiasmo por el reencuentro. Y ahora él se devana los sesos desde su mesa, buscando cualquier excusa para coincidir con ella en la fotocopiadora y dejarle caer quizás un comentario ocurrente. De momento no se ha atrevido a dar el primer paso de pedirle tomar un café fuera de la oficina, teme la respuesta. En estos momentos acaba de sorprenderle mirándola y ella ha sonreído. Y el mundo se ha hecho grande con esa sonrisa, quién sabe si de cortesía. Mañana es viernes, mañana reunirá el valor y la invitará a tomar un café después del trabajo. No sabe si quiere saber si ella ha rehecho su vida, pero se arriesgará con un «qué tal te ha ido estos años». A ver si él puede sacarse aquella espinita que lleva clavada desde aquel adiós dicho con prisa en aquella cafetería del centro. Inma se oculta tras un mechón de pelo.

Encuentro

Pasaban las horas en aquella estación de autobuses perdida en las calles de la ciudad. Se le había acabado el tabaco, pero no se atrevía a cruzar la calle para ir a comprar al bar de enfrente, no fuera cosa que ella llegara en ese momento y no lo encontrara esperando en el andén. Era apenas un cuarto de hora de retraso, pero en su reloj las horas se espesaban como granos de arena mojados que no llegaban a caer al otro lado. No pudo más y pidió un cigarro a una chica joven que tenía a su lado. La nicotina le hizo serenarse un poco. Era la primera vez que se veían y él quería causarle una buena impresión. Pensó si a ella le molestaría el olor a tabaco y tiró el cigarro a la mitad. Por la megafonía de la estación se sucedían los anuncios de partidas y llegadas de autobuses de todas partes, ninguno de allí. No quería saber si ella sería tal y como aparecía en las fotos que se habían intercambiado por correo. Era demasiado tarde para echarse atrás, los nervios lo devoraban todo dejando sólo los restos del recuerdo aún no forjado. Al fin, una voz femenina y cansada anunció su autobús y él lo vio entrar por la puerta de acceso de la estación. Quería correr a refugiarse lejos de allí y quería correr a abrazarla. Entonces la vio bajar con su maleta, tan pequeña. Tan pequeña como le pareció ella en su timidez. Dos besos y un qué tal el viaje sellaron las presentaciones. Ella tenía unos preciosos ojos azules, mucho más bonitos que en las fotos.

Piano

Los minutos se volvían sedosos en el reloj de la cocina y él, abandonado al tierno placer de improvisar, jugaba con las piezas que conformaban las teclas del piano. Mucho hacía ya de que con un corte certero había segado su vida la muerte de Laura. Muerte en el sentido más poético de la expresión, el más lírico, y ahora se abandonaba al goteo de las notas en la estancia. Una lluvia de corcheas y semicorcheas lo inundaban todo llevándose a su paso los besos que un día le robara mientras ella dormía. Abrir la tapa del instrumento y cerrar los ojos todo había sido uno, y la partitura de su vida quedaba tumbada de cualquier forma en el suelo del salón, metáfora enrevesada del arte de olvidar. Ahora podía hacerlo todo para sí mismo, sin preocuparse de una segunda alma que lo estuviera esperando en alguna parte. Las manos recorrían llenas de vida el teclado, la melodía lamía las paredes y los muebles y volvía a sus oídos impregnada de realidad. Después de un éxtasis de notas finales, quedó sudoroso y despeinado con la respiración agitada. Sí, ella se había ido con Pablo, qué más daba ahora eso si la música había vuelto a cobrar vida bajo sus manos. En una esquina del salón, una nota espera a ser abierta y quizás en ella haya una respuesta. Mientras decide si leerla, se deja mecer por el eco del piano que aún resuena medio alegre en su corazón.