La dedicatoria

El coche se detuvo, con suavidad, en medio de aquella miserable carretera secundaria. El cuadro de instrumentos se iluminó con luces que indicaban algún tipo de problema eléctrico. Miró al cielo, amenazaba lluvia y las nubes devoraban a pedazos el sol de otoño. Salió a la mañana apenas estrenada y encendió un cigarrillo (el tabaco también se estaba acabando). Miró a ambos lados y tan solo vio árboles, baches, montañas medianas. No quería llegar a la casa, ni verlo muerto sobre la cama. El patio estaría lleno de gente que apenas conocía y que chismorrearía y reiría apenas a escondidas. Alguien dejaría la nevera abierta y el frío se escaparía como las últimas palabras de él. No importaba que su hermano le hubiera pedido expresamente que le trajera aquel libro. Una especie de última voluntad que le pareció lastimera. No, no era más que un trámite. Su madre estaría medio desmayada en algún rincón, los ojos inundados de años y esquelas. A pesar de todo, no quería verlo en la cama de matrimonio, inmensa, los ojos cerrados, las manos sobre el pecho. Elena volvía a estar por medio, se volverían a ver después de doce años, el tiempo había diluido los besos. Pero a ella tampoco tenía ganas de verla, por él mismo, por su hermano, por el otoño. No podría soportar que los ojos de ella se volvieran a meter, tan azules, tan hermosos, dentro de los suyos. Y que a través de ellos sintiera de nuevo la culpa, el deseo. Pablo estaría allí de algún modo y los vigilaría a través de sus párpados muertos. Tiró el cigarrillo a la carretera y encendió otro (quedaban dos más en la cajetilla), cogió el libro del asiento del acompañante y lo sostuvo en la mano. Volvió a leer la dedicatoria y sintió una punzada en el pecho. Quizás llorara, después de todo.

Un reloj en la muñeca

Subió las escaleras del apartamento mientras buscaba las llaves en el bolsillo. La estancia estaba en penumbra, las persianas medio cerradas. Se dirigió a cada una de las ventanas y el sol perezoso del otoño entró impaciente volcándose sobre los muebles, sobre las paredes, sobre ella. En un rincón, cerca de una de las ventanas, Ana hacía crucigramas sin levantar la mirada, lejos. He ido a cambiar la pila de mi reloj, cuando me he marchado aún dormías, no he querido despertarte. Ella no contestó. ¿Quieres una cerveza?, dijo él mientras se dirigía a la cocina. No, gracias, no me gusta beber tan temprano. Su voz sonó como un eco en una gruta. Luis observó distraído el movimiento del segundero en su reloj. Su muñeca volvía a cobrar vida. Pensaba seriamente en volver a su país, Madrid lo estaba devorando. El tiempo le retorcía el brazo y Ana estaba convirtiéndose en un hermoso espejo. Acabó la cerveza y salió a la calle. Nadie le preguntó adónde iba. Miró su muñeca, caminó calle abajo. Comenzó a llover débilmente y el agua salpicó el cristal de su reloj.

Muros

Los días se desconchan del frágil muro de su memoria. Algo se llevó los años, los amaneceres, los cielos. Pasa la página, vuelve atrás, ha perdido el punto y aparte, el olvido le susurra un punto final que se antoja cercano. La casa huele a alcohol, a pomada, a periódico caduco. Y él observa el bastón apoyado, sereno, debajo de la ventana. Se levanta del sillón y observa la calle. Una frase recorre su frente. Se pierde. Alguien le habla desde su espalda, pero él no se gira, está mirando a un niño que juega con una pelota, también, como él, está solo. Cazado por la telaraña del eterno momento presente, un libro que empieza de nuevo cada vez que lo acaba, que se vuelve pegajoso entre sus dedos sin fuerza. Alguien lo coge suavemente del brazo, se miran a los ojos, pero no se ven. Habitan mundos diferentes, aquí todo es amenaza. Es una mujer, le ayuda a comer, tiene mucha paciencia. La sopa está demasiado salada. Ella ríe y desaparece hacia la cocina. La ventana ahora está abierta y él puede ver al niño que sigue jugando ajeno a todo. Los párpados se le cierran y ella vuelve con el plato en las manos. Se sienta a su lado y le susurra. Tiene unos hermosos ojos que contagian miradas y él sonríe. Es su perfume, su sonrisa, su pelo blanco bien cuidado. Abre la boca y ella le acerca una cucharada. Entonces él la ve, ella sopla sobre una segunda cucharada. Ya no puede ver al niño, la calle ha quedado desierta. No puede evitar las lágrimas de nuevo. Ella recoge una de ellas con sus dedos, él pronuncia, con nostalgia, un nombre que se alejará de nuevo, irremediablemente: Raquel.

El bosque

Hojas muertas, ramas rotas, piedras huérfanas. Los árboles le azotan la cara y sangra, la sangre de sus mejillas se junta con las lágrimas, sus pestañas se amontonan, testigos ciegos de su rabia. En la casa él duerme, aún le escuecen los nudillos por el puñetazo, una botella casi vacía a su lado. La habitación huele a sudor y a vómitos, el desorden se derrama por las paredes y el suelo, del techo cuelgan arañas que están acostumbradas a los golpes. Llega con la ceja tumefacta, que ha dejado de sangrar, al río y llora, se ahoga en su propia impotencia, en su ira que le hace cerrar con fuerza los puños. El río corre, sereno, le moja los píes, está frío, es diciembre. Se desnuda y su piel pálida se eriza, le duele la nuca, los ojos, las manos. Y se baña mientras en la casa él duerme pesadamente, con saliva que moja la almohada de sueños espesos, ciegos. A la noche apenas recordará que le pegó, querrá la cena, no le dirá que ella ha llamado. El agua helada hace que deje de llorar, sabe de sobra dónde esconde de mala forma el revólver. Está cargado. El bosque lo abraza y apenas huele a muerte. Llegará el momento de volver a la casa. En el comedor la tele escupe noticias que nadie ve, salvo las paredes desconchadas. Cuando vuelve con olor a tierra él duerme en el sofá. Se dirige a la habitación y abre un cajón. Algo metálico pinta de locura sus pupilas. Por la ventana llega el olor de la vegetación. Hojas muertas.