Cada día el último

Le cojo las manos como un montón de maderas desvencijadas. Recorro los accidentes de su dorso con la yema de mis dedos, las manchas como mapas que cuentan historias perdidas en cualquier viaje. Cierro los ojos y me viene el olor a lejía y a Heno de Pravia, a cocido y a leche hirviendo. El negro, la piel pálida, el esqueleto que se resiente a cada gesto. Ya no llora, al menos eso, pero ese eterno lamento en los ojos vidriosos me pide que tenga cuidado, que no corra pero que llegue pronto. Me recuerda con un hilo de voz las siestas y las despedidas desde el balcón. Tiene nombre ruso y a mí me gusta escribirle en presente, como si aún viviera. Los dedos como ramas de olivo tiemblan apenas pero no son lastimeros y conservan el vaho digno de la que trabajó para que ahora yo no me permita olvidarla. Su mirada sorprendida no había advertido mi presencia. Balbucea un nombre, pero no es el mío. Son las doce del mediodía y me despido. Una mueca casi alegre le adorna el rostro y llega Cecilia a darle la comida. Me giro con un chirrido que me nace desde dentro. Ese será el último día que la vea. Cada día el último.