Museo de zapatos vacíos

Guardo en un museo todos los recuerdos que alguien dejó olvidados y tapados con una sábana. También hay un par de zapatos vacíos que yo conozco bien de haberlos calzado. Caminaron sendas polvorientas y sus suelas quedaron algo maltrechas. Cuentan historias y alguien las oye, pero ya no son mías. Hay un par de jacintos tristes que alguien clavó en un alfiler, dejando en sus rostros una mueca lastimera. Y dicen que en épocas estivales orientan sus hojas hacia las ventanas de mi cabeza. Que son las notas principales de un perfume de domingo. De una partitura mínima de adioses y reencuentros. De perfumes que se aferran a tu cuello y que me traen versos de rima caduca a las tardes de lunes. Y dicen que la nostalgia te mordió los tobillos y que vienen a tu memoria trozos de nuestro romance que empieza cada año con la llegada de enero. Yo aún no pude separar las dos páginas de aquel libro que contaba cómo nos besábamos en la distancia, como éramos uno solo. En un eterno punto y aparte quedan suspensos nuestros labios pronunciando una «o» diminuta y de ojos cerrados y una lengua impaciente que no espera. Te busco por atajos como arroyos, como fuentes, como ríos. Te busco en libros que escribieron otros antes de que tú y yo nos conociéramos. Y en mi museo un pequeño soldado toca su tambor de hojalata y a su ritmo mis pestañas caen despacio en vitrinas otrora llenas de ti, vidrio y madera.

Desde mi tejado

Desde mi tejado los problemas y las flores se ven minúsculos. Las mariposas y algún que otro insecto curioso me rodea y deja tras de sí un halo de inconformismo. A media distancia unos niños juegan. Quizás mis propios hijos. Se persiguen y me llaman por mi nombre. La primavera me besa, descarada, en los labios, apenas salada y soy consciente de que cierro los ojos mientras sonrío. El cielo se desploma celeste con los surcos invisibles de estrellas que me esperan cuando surja la noche. Preparo el salto. Oigo el canto efervescente de los pájaros. Puedo oír el aleteo acompasado y nervioso que derrama sobre mí su vida. El salto me llevará nueve horas hacia el oeste. En ese espacio dormido donde acaricio los poemas. Y sí, suena Satie. Y ella es eterna. En un parpadeo mi cuerpo se balancea hacia delante y noto el aire sobre mi pelo. Sereno, despacio, como una hoja o un avión de papel. Desciendo. El sol acaricia los cristales de mis gafas. Son apenas cuatro pisos de altura. Y yo los recorro despacio, con mis brazos extendidos al viento. Nueve horas más tarde acaricio el suelo, quizás despierto. Oigo su voz y la primavera, algo celosa de nuestro amor, me envía un reproche tibio. Y son apenas las dos y quisiera estar toda mi vida volando a su lado y yo, algo escritor, le dedico suaves unos versos que ella acaricia.