Notas de papel

No era consciente del mundo de sentimientos que podían caber en un trozo de papel. Furtivo, cómplice, deslizado por debajo de la mesa. La risa contenida. Perder el hilo de la clase una y otra vez. Nos daba un poco igual, quizás la vida nos llevara por otros caminos como surcos de aviones en el cielo, cruzados, paralelos, distantes. Pero ella, a su modo, nunca se marchó. Siempre estuvo ahí, con su eterna sonrisa, con su eterna manera amable de afrontarlo todo, con su risa de verdad. Tan sólo quedó en suspenso, como una frase dicha a alguien que cierra una puerta y ya no puede oírnos. Con su nombre tan corto, tan hermoso, con el que uno entiende que alguien quiera sacrificar un paraíso sólo por un mordisco de su vida. La tengo a mi lado, no es mía, no es de nadie, no sería ella si así fuera. Quisiera parar mi reloj entre sus brazos. Imaginar alguno de sus besos. Que el alba nos sorprendiera abrazados mientras dormimos, sabiendo que después del desayuno se abrirá un paréntesis que nunca se cerrará. Tan cerca y no es mía. Y soy el hombre más feliz por saberla así. Un mundo cabe en una nota de papel, si es algo nuestra, si es de ella.

Memoria de un jueves

Leía todos los días un periódico del 12 de octubre de hace treinta años. La música, siempre nueva, adornaba el comedor y acompañaba el olor a madera vieja. Una sola canción permanecía en sus labios y la susurraba alegre mientras se afeitaba ante el espejo. Hoy era jueves, mañana también. Los rostros se habían desconchado de los nombres y apenas se reconocía en las fotos. Leonor, ¿estás en la cocina? Del patio de luces llega puntual el olor a comida recién preparada y él, sereno y metódico, calienta la sopa que comerá sin sorber, que estará algo sosa, que le hará entornar los párpados. Ya se han caído del calendario cumpleaños, aniversarios y nacimientos y ha tenido la suerte de quedar atrapado en un eterno día feliz. Alguien gira la llave en la cerradura y se sobresalta. Y una hermosa muchacha con aire familiar entra y deja unas bolsas en la cocina. No la conoce pero, por una extraña razón, confía. Hay algo en ella que está también en el espejo del baño. Sí, es ella. Todos los días baja al mercado y sube naranjas y le hace un zumo. Él lee en su periódico una columna de Vázquez Montalbán mientras escucha el agua caer en el fregadero. La muchacha llega al comedor, sonríe, se seca las manos en un paño verde. Le besa la mejilla. Leonor, ¿eres tú? Y ella no quiere sacarlo de su error. Sí, papá, soy yo.

Fotografía: Engin Akyurt

Fantasmas de abril en octubre

A través del cristal parece que piensa, que sus ojos divagan ajenos a todo lo que la rodea. Los reflejos del vagón la convierten en estatua tibia derramada entre las hojas del libro que posa sobre sus manos. Es invisible, tan sólo yo puedo ver sus mejillas sonrojadas por el primer frío del otoño. La observo furtivamente, son apenas unos segundos en que el metro reanuda su viaje penetrando el túnel que la hace sueño para siempre. Siento deseos de abandonarlo todo y atravesar el cristal de la ventana, sangrar, estar para siempre a su lado. Pero su imagen queda congelada en la estación y yo quedo huérfano cuando su tren reanuda la marcha y apenas puedo ver en su regazo un libro de Kawakami o quizás de Mishima. Algo hermoso que discurre entre cerezos y que tiene algo de japonés. Un paréntesis de nostalgia se abre entre los dos andenes cuando marcha definitivamente. Una mujer mayor me mira desde el otro lado con unas gafas de cristales que hacen sus ojos enormes. Pero aún soy capaz de apreciar el perfume de su recuerdo, el instante que nos unió aquella mañana de viernes. Sabiéndonos eternos, muertos de hace años, separados por el frío cristal de una ventana. Aleatorios, números impares en un mundo de perfecciones pares. Atrapados a las 6:54 de la mañana, paralelos, cantando la misma canción sin que salga, como polvo, la voz de nuestras gargantas. Fantasmas de abril en octubre.