De la muerte del tío Andrés y su tesoro

A donde quiera que se estuviera dirigiendo la muerte lo sorprendió a medio camino. En algún lugar indefinido entre su cama y el patio trasero donde había un pequeño jardín con una falsa fuente de la que brotaba voluptuoso un chorro de agua mala. Yo, de pequeño, pasaba las horas leyendo entre tiestos con romero y pitas. A la sombra incierta de los matojos y las malas hierbas, imberbe y descuidado. Pero él debió levantarse a media noche, espantado por el aullido de algún lobo y, desnudo como estaba, cayó a plomo quedando en esa postura incómoda en la tibieza del terrazo. Fui yo, que era al que antes las chinches escupían de la cama, el que descubrió el cuerpo cebado del tío Andrés. No fui a llamar a mis padres inmediatamente ni grité asustado. No me mareé ni puse los ojos en blanco. Pasé del alba al amanecer observando como atontado a aquel hombre sin alma ya, a aquel romance entre las colinas, ese aroma dulzón de la muerte ante mis narices. Nada que ver con mis juegos crueles con sapos y lagartijas. Llegó el sol a ese lugar incierto y de mi garganta asomó un gallo de los de por aquel entonces que ni era hombre ni niño. Y el tío Andrés se me quedó mirando, lo juro, y me dijo sin aire en los pulmones dónde estaba el oro que se trajo de Argentina, poco antes de que yo naciera, y del que no había tocado una sola moneda porque, siempre decía, estaba podrido para las manos de los viejos. Fui al entierro pero aquel hombre metido en ese ataúd ya no era él pero tampoco era otro. Y a mí me vino lo del litio y ya olvidé todo: mi nombre, el de mi tío y el lugar donde dormía escondido algo que no sé ya si solo fue un sueño o una invención de mi cabeza en aquel julio que parecía que no iba a poder arrancar jamás de mi calendario del Naranjito.

Si tengo que morir

Si tengo que morir que sea una tarde de lluvia. Que me lleven los pájaros, que me coman con música de trinos. Que un faro alumbre todo el camino. Que acabe mi cuerpo enterrado en la arena, rodeado de tortugas que se lleven con ellas mi peso. Que las flores no estén presas de coronas ni de ramos, que derramen sus perfumes libres y llenas de vida. Que los niños jueguen y los padres aprendan de ellos. Si es de ese modo yo accedo, ajeno a las mentiras y los ruegos. A querer creer, a crear un momento en que todo sea despedida. Si se acabaron mis días yo quiero que con el tiempo me olvides. Que las veces que te recordé duerman entonces bajo el salitre, sin tumba. Que no sepas dónde llorarme porque no me oculte en ningún sitio. Que hagan de mí lo que quieran las noches de verano. Que hayan servido mis horas, páginas y parpadeos para que nazcas de nuevo. Y que te veas hermosa con tus nuevos zapatos y que te lleven lejos. Mientras que de mi pecho, si tengo que morir, emerja el árbol de las vidas que quise vivir sin miedo.

Imagen: Gen Hyung Lee en Pixabay

Flores

¿Serán las mismas flores que ahora envuelven el ambiente de la habitación con un aire dulzón, que se agarra a la garganta? ¿Las mismas que Eloy le trajo cuando le pidió que se casaran? Veinticinco años que tiran de ella hacia abajo cuando él las arrancó del jardín de Eloisa para ofrecerle un triste ramo adolescente -los enfermeros cambian de turno entre risas contenidas- que ella aceptó entre risas. La risa se ha extinguido y su madre lloraba en la iglesia mientras ellos intercambiaban anillos. Las mismas que ahora se pudren en una lastimosa jarra de agua en la planta tercera. Los mismos anillos que se fundirán con el fuego, cenizas y oro. Tiran de ella hacia abajo, hacia fuera, violetas y crisantemos, tallos y pétalos arrancados de la tierra con rabia, llevándose su historia con ellas. La habitación huele a campo, a agua y a tierra. Su madre llora en el sillón y Eloy sostiene absurdo en la mano un libro que alguien leerá cuando lo deje olvidado en el hospital. En la primera hoja una dedicatoria cruel y unos pétalos secos en la página 75. Las mismas que cuando nació Adrián, qué pequeño era, quién se lo explicaría. El pasillo de maternidad dulzón y de mil colores, cestas de mimbre y notas rosas y azules. Tres kilos trescientos. ¿Cuánto pesa el alma cuando nos la arrancan? Un médico de bata impoluta dictará un diagnóstico y una pauta blanca, con su solapa huérfana y vacía. Su madre dejará de llorar, Eloy dormirá en el sillón que ha quedado libre. Esta noche ella se marchará, y con ella el aroma empalagoso y el testamento de las flores que la acompañaron toda la vida. Sin nadie que las riegue ya.

Funeral de un poeta

En algún lugar, despacio y sin ruido, muere un poeta. Asaltan los muros de su pecho gente que no sueña, que no imagina, que se marchita. Y se va abandonando poco a poco y el cielo rima en un último estertor con el suelo. La tierra acalla los versos y apenas unas lágrimas velan su soledad. Ha muerto el poeta dentro de un enamorado, de un melancólico, de una asombrada puesta de sol. Que se detenga la luna por un instante, que contemple y admire por un segundo una sola de sus palabras. Que lo acompañen en su funeral un hombre con sombrero que duda, una mujer que llora en silencio, un niño que no entiende. Escribo como un ahogado en la orilla salada del olvido, líneas emborronadas y torcidas. Algo muerto entre mis brazos. Deja en mis ojos un aroma de poesía que permanecerá cuando se despida. Ecos de galope. Cabalga y abandona todo. De sus ojos soledad y nadie que entienda. Ceguera de puntos suspensivos, silencios y mármol negro. Y es su muerte la de Bécquer, la de Machado, la de Lorca y en sus estrofas, por lluvia que limpia su lápida, un perro aúlla en voz baja.

Mi vida desde el final

Las cosas no suelen empezar por el principio. La poesía no termina en la rima y yo, que comienzo a escribir desde el final, ahora no debería ser capaz de hacerlo ante los ojos de nadie. Porque tan solo tengo una certeza y es algo que quizás, en un esfuerzo vital, paradójicamente, podría acercarme a algo parecido a lo que un día tuve y que yo llamaba vida. Mi vida.

Pero algo en mi interior, o en el interior de eso que ahora soy, se encuentra satisfecho por todo lo que hice allí, mientras estuve en el mundo. Y por todas aquellas cosas que hice por alguien en algún momento. Personas que siguen viviendo sus historias ajenas ya a la mía. Sí, lo hice por ellos, pero sobre todo por ella. También fue porque ya estaba cansado o, qué se yo, harto de que las mañanas precedieran a las tardes y estas a las noches. Porque el invierno llegara y finalizara con la primavera. Porque los años clavaran sus uñas en mi espalda. Y yo, ajeno a todo, me hiciera viejo delante de un espejo que me abofeteaba al despertar reprochándome esas ojeras prematuras que me estaba ganando a pulso. Vacío y mendigo de palabras que robaba aquí y allá. Del trabajo a casa y al revés. Un día y otro, otro lunes más, muriendo por nada, dejando resbalar una vida que casi no me pertenecía, que ya no era mía, ya no miraba a ninguna parte. Pero ellos me miraban a mí.

A Elisa le gustaba el pasillo de mi casa. Y los espejos. Que no me pregunten el porqué. El día de su entierro hacía calor y, pese a todo, algo invitaba a tender nuestros cuerpos en la playa. Pero todos lloraban, como tan solo llora la gente a quien muere joven. Incluso su madre se desmayó y se formó un pequeño revuelo de almas atormentadas en el cementerio. Los muertos nos miraban en silencio desde sus lápidas bruñidas en las que yo quería verme reflejado. Mi hermana se acurrucaba en el abrazo de mi madre y mi padre no apartaba la mirada de sus zapatos. Elisa ya era hermosa antes de morir, un brochazo pálido y unos ojos del color de las aceitunas en el olivo, una boca sonrosada y un cuerpo que quizás hubiera perdido con el tiempo. Pero mis ojos miraban hacia las chicas de mi edad y ella apenas tenía quince años cuando le falló el corazón.

La tarde siguiente a que la dejáramos allí sola por primera vez, vino a mi casa. Tenía prisa por volver o muy poca por irse. Mi madre limpiaba el baño y mi hermana veía la televisión en el comedor. Mi padre debía estar en el trabajo, no lo recuerdo en casa. Yo estaba en mi habitación escuchando algo de Eddie Cochran: Something Else o Summertime Blues supongo. La puerta se abrió pero no entró nadie. Miré con fastidio hacia ella y la cerré sin más. Volvió a abrirse, entonces de par en par. Me quité los cascos y asomé la cabeza hacia el pasillo. Y no, no me asusté, no grité, no salí corriendo. La vi allí, dulce y muy quieta mirándome. No recuerdo que sonriera, más bien su rostro era una mancha pálida, algo así como si alguien hubiera derramado azúcar encima de su cuello.

Hola Elisa, dije con naturalidad. Pero ella no contestó. Estaba descalza y llevaba la misma ropa que le recordaba la última vez que había venido a casa a estudiar con mi hermana. Sentí la tentación de llamar a mi familia para que compartieran mi visión, pero intuía que ella había venido solo a verme a mí. Hice el ademán de acercarme y ella, simplemente, se esfumó del pasillo dejando un leve aroma a perfume. Volví a la habitación y me tumbé en la cama, dispuesto a guardar con avidez el recuerdo de mi visión. Sentí una profunda simpatía por Elisa y, por primera vez en mi vida, quise estar muerto igual que ella.

Dos minutos

Malditos dos minutos en los que perdí aquel autobús. En él iba sentada, según se entraba a la derecha, una mujer de unos cuarenta años, con el pelo algo despeinado y un flequillo que casi tapaba uno de sus ojos. A su lado un anciano con tendencia a cerrar los párpados y seguir mirando su escote -discreto, sincero- (el escote, no el anciano) la vestía y la desnudaba mientras ella escuchaba música en su reproductor. Me quedé huérfano en aquella parada inhóspita, desierta, tan sólo acompañado por la mujer en ropa interior de la marquesina. Dos minutos, a pesar de haber corrido hasta ahogarme. Dos minutos en los que se me escapó la oportunidad de darle aquella nota improvisada en la acera de enfrente, garabateada en papel cuadriculado con una sola frase: «tú y yo ya nos hemos visto aquí». Y mi número de teléfono. Un año y tres meses viéndola subir y marcharse, ella en el 99 y yo en el 64. Aquella tarde me había decidido, corrí al salir del trabajo, iba a jugar mi única carta. Después, vacío. No volví a verla. A ella ni nada más. El conductor del BMW dio positivo en drogas y en alcohol. Se empotró contra aquella parada. Conmigo en medio, atravesado, con un trozo de papel arrugado en la mano. Hoy ella ha dejado una rosa y una vela debajo de la mujer en ropa interior, que los operarios del ayuntamiento se han afanado en reparar. Dos minutos, perdí aquel autobús, a pesar de haber corrido, se me escapó la oportunidad, ella en el 99 y yo en el 64, tan sólo dos minutos, uno por cada beso en la mejilla.

Vidas de muertos

A veces hablo con gente que está muerta. Que muere en gimnasios y en colas de supermercados. Que paga sus impuestos de gente que ya no vive, que ya no le duele nada. Centros comerciales como tumbas profanadas en domingo, con chicas que nos sonríen, con plantas de plástico y muchísimos colores. Miro a la mujer del coche de al lado en el semáforo y su distancia es un cementerio entre nosotros. Por un momento olvidamos al muchacho al que se le caen los bolos al suelo a cambio de alguna moneda. Muertos en procesión con papeles en la mano, con listas, con esperanzas marchitas. Veo mausoleos con cabezas vacías dentro. Ni un solo libro entre tanto mármol y cipreses. Veo mi funeral junto a ellos: números, fechas, nóminas, palabras que incomodan. Y no sucede nada. Alguien me escribe y alguien me olvida. A veces hablo con gente muerta que me dice que yo, frente al espejo, ya no soy uno de ellos.

El llanto de Irene

Nadie parece advertir que Irene llora. De sus pestañas saladas cuelgan dos gotas que le apelmazan los ojos y la hacen parecer una muñeca. No está en un rincón del autobús, sino bien a la vista, cerca de la entrada, de pie, callada. En alguna parte del Universo, ese Universo del que ella ocupa una parte minúscula, está naciendo palabra a palabra una niña que ella conoce bien. Por eso llora. La protege con sus manos pequeñas pero llenas de callos, hermosas, viejas. Irene siempre quiso tener hijos, pero la vida los había apartado con un furioso derrumbe de hojas secas. Ahora la alegría colma sus pupilas y ya no ve las paradas que le faltan para bajar. Nadie se da cuenta, es tan sólo una anciana. Nace de nuevo en otra parte, en otro tiempo, y entonces y allí es feliz.  Su menudo cuerpo por estrenar grita con fuerza su propia vida. Se mezclan los dos llantos. Uno viejo, que pone punto final a años de notas en su desvencijado piano. Otro nuevo, fuerte, estridente. E Irene cierra los ojos y sonríe, una niña se le queda mirando en el autobús y, muy seria, le da la mano. Y ambos Universos, sol y hierba, se diluyen en una sinfonía de vida y muerte. Las puertas del autobús se abren, pero nadie baja.

La dedicatoria

El coche se detuvo, con suavidad, en medio de aquella miserable carretera secundaria. El cuadro de instrumentos se iluminó con luces que indicaban algún tipo de problema eléctrico. Miró al cielo, amenazaba lluvia y las nubes devoraban a pedazos el sol de otoño. Salió a la mañana apenas estrenada y encendió un cigarrillo (el tabaco también se estaba acabando). Miró a ambos lados y tan solo vio árboles, baches, montañas medianas. No quería llegar a la casa, ni verlo muerto sobre la cama. El patio estaría lleno de gente que apenas conocía y que chismorrearía y reiría apenas a escondidas. Alguien dejaría la nevera abierta y el frío se escaparía como las últimas palabras de él. No importaba que su hermano le hubiera pedido expresamente que le trajera aquel libro. Una especie de última voluntad que le pareció lastimera. No, no era más que un trámite. Su madre estaría medio desmayada en algún rincón, los ojos inundados de años y esquelas. A pesar de todo, no quería verlo en la cama de matrimonio, inmensa, los ojos cerrados, las manos sobre el pecho. Elena volvía a estar por medio, se volverían a ver después de doce años, el tiempo había diluido los besos. Pero a ella tampoco tenía ganas de verla, por él mismo, por su hermano, por el otoño. No podría soportar que los ojos de ella se volvieran a meter, tan azules, tan hermosos, dentro de los suyos. Y que a través de ellos sintiera de nuevo la culpa, el deseo. Pablo estaría allí de algún modo y los vigilaría a través de sus párpados muertos. Tiró el cigarrillo a la carretera y encendió otro (quedaban dos más en la cajetilla), cogió el libro del asiento del acompañante y lo sostuvo en la mano. Volvió a leer la dedicatoria y sintió una punzada en el pecho. Quizás llorara, después de todo.

Flores del olvido

Paseaba despacio entre las flores de gente desconocida. Olía a hierba fresca y a silencio. Un silencio leve de fotos pequeñas y cruces grandes, de ángeles de alabastro y cipreses esbeltos. Miraba a uno y otro lado y sentía la paz de las lápidas y su pecho podía descansar apoyado en alguno de los bancos del camino. Sobre una tumba cubierta de mármol pesado, sereno, dos palomas caminaban apenas, con precaución. Pareciera que tenían miedo de caer dentro, de encontrarse con la tierra húmeda y negra. Ella venía cada tarde a resbalar en la quietud de aquellos que se han marchado y de los que apenas conocía una imagen y dos fechas. Familiares, amigos, una promesa de no olvidar. Como si eso fuera cierto tan solo por estar escrito en letras doradas. Pasea la mirada por los rostros de gente dormida y escucha sus historias. Cortas o viejas, alegres o apesadumbradas. El vigilante arrastra los pies hasta ella, la saluda con dulzura con un gesto de su mano ennegrecida, índice y corazón amarillean de sujetar el cigarrillo entre ellos. La brisa y sus silencios, tan solo el eco de las voces de los muertos. Están todos allí. Y se aleja una tarde más por una puerta que se cierra a sus espaldas. Y ellos, los que descansan, la despiden con un rumor de hojas que se llevan las palabras, un día más cerca, más pálida.

Manos

Su mano grande, acogedora, casi envolvía la mía, lo hacía ya apenas sin fuerza, por todas partes olía a alcohol y a desinfectante. Miré por la ventana y me dejé llevar por el movimiento de las ramas en el patio interior del hospital. Un movimiento que no las llevaba a ninguna parte, que las despojaba de su abrigo. El otoño tañía cansino los cristales, algunas gotas comenzaban a oscurecerlo todo. Miré a mi alrededor y contemplé los sufrimientos silenciosos de los demás pacientes, muchos de ellos, como yo entonces, unidos por unas manos que se buscaban, a veces ciegas. La mía, mi mano, la de él, se aferraba a su silencio y yo notaba aún la aspereza de su palma casi ahogando mis dedos. Queriendo decirme algo, en un modo lento de decir todo aquello que quedó en suspenso. El otoño está cansado. Manos que hablan, que acarician, inmensas al lado de las mías, que solo han conocido bolígrafos y paso de páginas. Otro paciente se queja en alguna parte de la sala, él no, ya no puede, está dormido, parece que descansa. Pero, desde su silencio, sigue hablando conmigo. Y escucho su consejo, me coge la mano, me aferro a ella, y me guía. No quiero llorar delante de él, de alguna manera me está mirando a través de sus párpados. Confía, me hubiera dicho. Mi tiempo se va agotando y debo salir de la habitación enorme, compartida con varios enfermos más. Le beso la frente, no soltaría jamás su mano, me siento pequeño y él parece abrirla apenas. Cada día una despedida, fuera esperan con angustia su turno para entrar. Y a él, como a los árboles del patio, se le va yendo la vida con el otoño, se va quedando sin hojas, sin palabras que pronunciar. Me despido de sus ojos cerrados, atravieso el hueco entre camas y una de las enfermeras me mira con dulzura, entiende mis lágrimas. Mañana. Mañana apenas existe cuando el día presente, quizás es lunes, se fuga con nuestras vidas bajo el brazo. Y sus manos inmensas, ásperas, rodeando las mías. Manos que hablan, que respiran cada vez más lentamente. Manos que dejan ir y que, en un acto póstumo de amor, se despiden.

Ámbar

El día en que murió no tuvo tiempo de dejar una nota en la nevera, al lado de las listas de la compra, de los recados compartidos. Esas cosas que recordar no cabrían en una carta y no hubo lugar a despedidas, todo sucedió de repente. La luz de media mañana y el aburrimiento la sacaron de la cama. Buenos días, sigo sola. La cena el día anterior, ensaladas y silencio, la habían hecho irse a la cama antes que él, antes que nadie. Cómo iba a saber que aquella noche sería la última en que arrugaría las sábanas, en las que no echaría de menos el olor vago del perfume de la piel de él. Tantas cosas que quedaron a este lado de la página, la impar. Café y tostadas. No recordó lo que había soñado, no pudo anotar nada en su libreta. Dedicó tiempo a asearse, cómo iba a saber ella que esa puerta sería la última que cruzaría. ¿Qué hubiera pasado de saber el desenlace de ese veinte de julio? Él llevaría varias horas almorzando con los amigos, lejos de casa, la llamada le cogería en una terraza de verano con Pablo y el resto. Decidió evitar el ascensor y bajó por las escaleras, sería la última rebeldía de su vida, pocas veces se atrevió a romper el orden de las noticias del periódico. No tuvo tiempo de dejar una nota en la nevera, su último día. A todos les cogería por sorpresa y ella, los ojos mirando al cielo, sería la única que sonreiría aquella mañana. Nadie más se daría cuenta. La libertad, al fin, arremetería contra ella en aquel semáforo en ámbar. No tuvo tiempo, no quiso. Y un teléfono que suena a esas horas, el día en que murió.