Escaleras a medias

Cuando se haya marchado no podrás trepar de nuevo a aquellas escaleras que morían a medias, entre sonrisas. Dejará tu pecho lleno de vacíos, el hueco sordo de dos palabras, el eco apagado de libros viejos. No serás ya la única y no podrás buscarlo entre los restos de la cena, latas, periódicos y luz tenue. Rebotarán por las paredes de tu casa versos sin rima, porque él se llevará la poesía consigo. Los gatos andarán tristes buscando algo de amor entre tus pijamas, serás muro, serás caricia. Oirás canciones antiguas y todas las melodías te serán cercanas, hermanas, porque él ya andará lejos paseando los vidrios de sus ojos por otras azoteas más desordenadas. Te darás cuenta tarde de que elegiste la vida segura, brillante, con hijos, sin él. Sin él. Querrás llenar los cráteres de sus besos con otras bocas y te estrellarás en labios extraños. Cuando se haya marchado no grites su nombre porque él nunca existió para ti. No quieras morir si no supiste ser musa. Porque él ya no recuerda nada de tus soledades, que anda atrapado en párrafos tan cuerdos, porque él ya vive la más absoluta y hermosa de las locuras.

Cuando febrero duerme

Sonríe mientras brilla y un cielo derramado sobre su casa. La emoción de la música penetra a través de sus inseparables auriculares y ella habita las islas que quedan entre mundos de agua salada. Desde la calle llegan los gritos amables de una mujer mayor que vende periódicos y ella se asoma a la ventana y le compra uno de ellos. En el papel amarillento una foto de una niña trepando a un árbol para rescatar una gata. Paseos amables protegidos por la sombra de farolas apagadas y ella tan pequeña y con la cara tan sonriente. Una orquesta de baile ameniza la tarde a unos ancianos -apenas media docena- que bailan despacio melodías antiguas. Entre trompetas, contrabajos y la voz chillona de una mujer de peinado impecable ella deja abandonado su periódico en una de las sillas sobre las que descansan sonrientes algunos viejos despeinados. Continúa su paseo con notas de golondrinas sobre cables en postes de electricidad convertidos en pentagramas. Un hombre apuesto de pelo engominado y traje de gala que vende flores en una esquina la saluda y le regala una rosa enorme adornada por una sonrisa de dientes perfectos. Regresa a casa y el día va quedándose dormido. La mujer mayor de los periódicos ya duerme en uno de los bancos del parque y su gata la está esperando hambrienta y cariñosa. Ella sonríe y entra dentro de la casa y deja la tristeza en el felpudo, que tose y que ya sueña.

Distancia

Buscó la palabra «distancia» en varios diccionarios pero alguien se había llevado la definición de todos ellos. Con temor, se asomó a la ventana y constató que todo quedaba cerca, incluso el faro que alumbraba el camino de los barcos que se aproximaban al puerto. Se atrevió a mirar más allá y un banco de peces lo saludó alegremente. Parpadeó y se frotó los ojos hasta que le escocieron, pero todo estaba allí, a su alcance. En el horizonte pasaron ante él mares y océanos, tierra, nubes y montañas viejas. Niños en bicicleta, ancianos de la mano, sombreros, coches oxidados abandonados entre la maleza. Siguió mirando a través de la ventana de su cómoda habitación y pudo sentir la brisa del viaje. Una luna acostada en el vértice izquierdo de su balcón. Lagos, ríos, arroyos de agua como brotes de vida que pronunciaban te quiero. Dejó de sentir vértigo, a pesar de no conocer todo aquello que veía a escasos metros de sus pupilas. Descubrió una ciudad que no había visitado nunca y una calle larga y casas a ambos lados y otra ventana y una habitación en ella y una cama y unas sábanas y una mujer hermosa que dormía bajo ellas. Se dio entonces cuenta de que la palabra «distancia» estaba apresada en un frasco de cristal en la mesita de noche. Dejó en ese momento de buscar en los diccionarios de la razón y todo tuvo sentido. Esperó a que ambos despertasen y sintió por primera vez el tacto de la mano de ella sobre la palma de la suya. Y miró de reojo al frasco de la mesita de noche y encontró en él su propio reflejo.

Hiedra

La hiedra fue alimentándose del tiempo y el tiempo pasó sin que ellos lo advirtieran, en caricias húmedas de ríos salados. De distancias y de muros con grietas a través de las que pasaba la luz de bombillas algo ciegas. En sus oídos sonaban las mismas canciones, los mismos párrafos, el verde atardecer de un mes de enero y un idioma extraño de caricias no aprendidas y algunos besos. Entonces la hiedra se apoderó de los muros que habían construido para protegerse de las riadas de soledades. Trepó a sus ojos y entró despacio en sus vidas. Fue rompiendo la pintura oscura de las paredes de sus casas y por ellas comenzaron a resbalar acordes viejos, atrapados en sus oídos. Algo que comenzaba desde siempre se apoderó de sus días y todo tenía un tinte de despertar con las piernas entrelazadas en un infinito de pieles que se saben enamoradas. Y la hiedra hizo estallar los balcones y se dejaron llevar por las lluvias que dejaron limpios sus tejados. Era enero de algún año. Era algo que tenía que ver con la poesía y con los parpadeos siameses de muchas vidas. Con alcanzar sin saber esperar, con abrazos no pronunciados, con océanos convertidos en arroyos, en inviernos.