Sus labios de mis labios, un oasis a un desierto de distancia. Paseamos el uno junto al otro y nuestras manos están cerca, aunque no se tocan. Miramos edificios, balcones y ventanas. Pájaros que se posan en lo alto de farolas que proyectan una única sombra temblorosa de nuestros cuerpos. Por las calles de Valencia no existe otra cosa que nosotros, los gatos dormitan y de los perros nada se sabe a estas horas de la madrugada. No miramos nuestros relojes, los dejamos olvidados en algún lugar de la orilla de la playa y ella ríe mientras yo no me decido a atravesar esa puerta que une nuestros universos.
Suena música, se oyen las voces y las risas en español, en valenciano, en mil lenguas. El cielo está en llamas y arroja más de treinta grados hacia aceras y asfalto. Pero nosotros andamos despacio, no tenemos prisa y me fijo en los reflejos de su boca en espejos y en el turquesa del Mediterráneo. Imagino un beso improvisado esperando a un semáforo en rojo, al cerrar la puerta del coche y quedarnos a solas. Aunque no podré susurrar cuánto la estoy necesitando últimamente. Caminamos el uno junto al otro y, por unos instantes, el tiempo se detiene frente a ambos y chocamos en un abrazo largo y no premeditado. Nadie nos mira, permanecemos así, siendo una única persona, durante siglos. Después, el contacto se esfuma y de él solo quedan nuestras miradas tímidas y su sonrisa cómplice que se desvanece al poco como la línea morada del horizonte.
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