Madrugada sin relojes

Sus labios de mis labios, un oasis a un desierto de distancia. Paseamos el uno junto al otro y nuestras manos están cerca, aunque no se tocan. Miramos edificios, balcones y ventanas. Pájaros que se posan en lo alto de farolas que proyectan una única sombra temblorosa de nuestros cuerpos. Por las calles de Valencia no existe otra cosa que nosotros, los gatos dormitan y de los perros nada se sabe a estas horas de la madrugada. No miramos nuestros relojes, los dejamos olvidados en algún lugar de la orilla de la playa y ella ríe mientras yo no me decido a atravesar esa puerta que une nuestros universos.

Suena música, se oyen las voces y las risas en español, en valenciano, en mil lenguas. El cielo está en llamas y arroja más de treinta grados hacia aceras y asfalto. Pero nosotros andamos despacio, no tenemos prisa y me fijo en los reflejos de su boca en espejos y en el turquesa del Mediterráneo. Imagino un beso improvisado esperando a un semáforo en rojo, al cerrar la puerta del coche y quedarnos a solas. Aunque no podré susurrar cuánto la estoy necesitando últimamente. Caminamos el uno junto al otro y, por unos instantes, el tiempo se detiene frente a ambos y chocamos en un abrazo largo y no premeditado. Nadie nos mira, permanecemos así, siendo una única persona, durante siglos. Después, el contacto se esfuma y de él solo quedan nuestras miradas tímidas y su sonrisa cómplice que se desvanece al poco como la línea morada del horizonte.

Imagen de Julian Hacker en Pixabay

Océanos

Se maquillaba con deleite y borraba y borraba los ojos tristes que flotaban a veces sobre su rostro de talco. Recorría como beso sus labios entre el rojo y el púrpura, entre el fuego amanecer y el lento ocaso. Su espejo apenas era amigo a esas horas de la madrugada, pero desde donde ella estaba podía vigilar las acciones imprevisibles del reflejo de su gata. Y también se peinaba. El pelo lacio se derramaba por sus hombros, vencido al suave hacer del peine. Sobre la mesa un neceser alijo de pinturas y cremas como nubes espesas sobre el suelo ardiente del mes de agosto. Pero en los cajones notas de amor y algunas pestañas que rescató de su almohada y sonrisas improvisadas a través de su ventana y un niño que la mira, que la sueña, que la espera, que le pide un deseo. Y es ella misma la que siente el abrazo largo y cálido desde el otro lado del cristal, sonriendo océanos.

Los relojes

Era noche cerrada cuando se lo llevaron los relojes. Cerca de las tres de la madrugada entraron por la ventana entreabierta, tibias las manecillas, como un escuadrón de almas castigadas. Golpearon con suavidad los cristales, recorrieron la casa, asfixiaron los espejos. Horas, minutos y segundos se arrastraron por el suelo y treparon al techo. Y se lo llevaron sin que él entendiera nada. Porque él hacía años que nada entendía y era bien cierto que a la mañana siguiente nadie trataría de encontrarlo entre las arrugas de sus sábanas. En la casa de al lado un perro ladró tres veces. Calle abajo una pareja se besuqueaba con las lenguas entumecidas por el alcohol. La mañana arañaba el horizonte y los relojes lo arrastraban colina arriba, esclavo de su paso. La poesía asomó entre las nubes y lo acarició por última vez mientras la vida se le derramaba entre los dedos. Horas, minutos y segundos lo arrancaron de mi lado, en un gesto infinito de palabras que desaparecen, sin acentos, sin despedidas.