Caminos

Es algo tan viejo como el hombre, la angustia y el placer, el querer reconocerse en el reflejo irisado de las pupilas de la otra persona. El ansiar esa palabra que cure, que sane definitivamente nuestras heridas, que nos haga avanzar y poder observar el camino ciego que recorre nuestras vidas. Tan antiguo como la fuerza de los torrentes, como el deshielo en forma de lágrimas que seguiremos vertiendo hasta que nuestra casa no sea ya nuestro hogar.

Reconocer que el camino no es camino, es vereda angosta, que serpentea y juega a unirnos y separarnos en un juego cruel que nos roba la alegría. O, por el contrario, ese momento dichoso en que las manos encuentran las manos, los labios apresan los labios, y el tiempo matando los relojes se detiene a unos milímetros el uno del otro. Siendo ambos el mismo ente, rodando abrazados cuesta abajo por la colina verdeada de hierba a finales de mayo. Chocar despacio y sentir la alegría y el roce de las yemas de nuestros dedos recorriendo la espalda infinita que tanto amamos.

Pero es en la espera donde verdaderamente demostramos lo que no se puede intuir, lo que sorprende y uno desea que la haga sonreír. En el otro lado del Universo, ese alguien ajeno a estas palabras no aparece aún en la fotografía, no percibe la alusión, físicamente es un cuerpo extraño a este plano. Pero los hilos plateados de los cabellos de ambos quizás se derramen en las madrugadas que les queden por vivir al amparo de la soledad, llenos el uno del otro, mientras vuelan el mismo cielo y el azar juega a separarlos o a unirlos bajo este telón azulado para siempre.

Imagen de John en Pixabay

Invisibles

Y cuando, aire y brea, llegó la noche, tú y yo nos hicimos invisibles. De la calle llegó el rumor de alguien que paseaba, esperando sobre las aceras húmedas. Y nosotros penetramos el silencio pupila sobre pupila, y nuestras pieles hacían de nosotros un único verso. Los párpados de la gente se hicieron cemento a nuestros besos, detrás para siempre de murallas que nos ignoran, que nos elevan, que nos acercan. Invisibles a palabras de prosa espesa y a mañanas de autobuses tan rojos como tus labios. A las seis o las siete llegó de alguna parte una canción británica y tú sonreíste, como una nota más del estribillo que nos desnudaba. Y yo abrí los ojos y miré hacia mi izquierda, deslumbrado por un sol que ronroneaba, y volví a leer en la pantalla de mi móvil el mensaje en el que no podías evitar mis besos. No quise volver a cerrar los párpados y nos imaginé paseando este viernes de nuevo por calles que no conocíamos, de nuevo solos, invisibles.