Es algo tan viejo como el hombre, la angustia y el placer, el querer reconocerse en el reflejo irisado de las pupilas de la otra persona. El ansiar esa palabra que cure, que sane definitivamente nuestras heridas, que nos haga avanzar y poder observar el camino ciego que recorre nuestras vidas. Tan antiguo como la fuerza de los torrentes, como el deshielo en forma de lágrimas que seguiremos vertiendo hasta que nuestra casa no sea ya nuestro hogar.
Reconocer que el camino no es camino, es vereda angosta, que serpentea y juega a unirnos y separarnos en un juego cruel que nos roba la alegría. O, por el contrario, ese momento dichoso en que las manos encuentran las manos, los labios apresan los labios, y el tiempo matando los relojes se detiene a unos milímetros el uno del otro. Siendo ambos el mismo ente, rodando abrazados cuesta abajo por la colina verdeada de hierba a finales de mayo. Chocar despacio y sentir la alegría y el roce de las yemas de nuestros dedos recorriendo la espalda infinita que tanto amamos.
Pero es en la espera donde verdaderamente demostramos lo que no se puede intuir, lo que sorprende y uno desea que la haga sonreír. En el otro lado del Universo, ese alguien ajeno a estas palabras no aparece aún en la fotografía, no percibe la alusión, físicamente es un cuerpo extraño a este plano. Pero los hilos plateados de los cabellos de ambos quizás se derramen en las madrugadas que les queden por vivir al amparo de la soledad, llenos el uno del otro, mientras vuelan el mismo cielo y el azar juega a separarlos o a unirlos bajo este telón azulado para siempre.