Ocho semanas

Sonaba la música de las copas de los árboles que le daban la bienvenida a la casa del bosque. En el cielo púrpura de la tarde las nubes se estiraban anunciando el descenso de las temperaturas de las primeras noches de agosto. Las maderas del porche crujieron quejumbrosas bajo el peso de su cuerpo, dejó las maletas frente a la puerta y buscó las llaves en el bolso. En alguna parte una contraventana daba pequeños golpes contra la casa, unos pájaros pasaron en bandada en dirección al lago, la naturaleza se lo quería comer todo pesadamente, con paciencia milenaria. La casa cedía espacio a la vegetación más cercana, la que rozaba los cristales de las ventanas cuando uno entraba dentro.

Giró la llave en la cerradura y, entre lamentos, la puerta se abrió y se extendió ante ella la estancia principal de la casa. Una mecedora esperaba cubierta de polvo en un rincón, muebles tapados con sábanas, adornos cubiertos de olvido, juguetes esperando a unos niños que ya se hicieron adultos. Junto a la ventana, la vieja máquina de escribir, la joya de la herencia de su abuelo escritor. Era, sin duda, el objeto más mágico del conjunto y aquel al que primero prestaba atención siempre que volvía. Dejó las maletas en la puerta y se dirigió a ella. La desnudó de su funda y puso papel y cinta nuevas, acariciándola con las yemas de los dedos. Siempre le podía la impaciencia y decidía escribir algunas hojas antes de instalarse. La máquina primero se quejaba y luego accedía suavemente a los golpes sobre la página. Ese verano había decidido escribir sobre ella misma, al fin y al cabo era el primero que pasaría en soledad en la casa del lago. Tenía un par de meses para darle a Justin algo que publicar. Ocho semanas para encontrar algo que la apartara de sus propias lágrimas. Mientras, fuera se comenzaban a oír los primeros sonidos de la noche, aquellos que en la ciudad solían traer a los fantasmas.

Deja un comentario